jueves, 24 de enero de 2008

San José

He decidido dejarme crecer la barba. No es coquetería – no me favorece y me avejenta – ni moda – la rabiosa actualidad es que los hombres se depilen -, sino testimonio. Me dejaría también las patillas, pero creo que es ese un atributo de los religiosos judíos y no quiero ofender su piedad. Me la afeitaré cuando crea que he dado suficiente testimonio. Me explico. La Navidad de 2007 estaba en el templo de las Carmelitas Descalzas, frente a una bella imagen de la Sagrada Familia policromada por ellas. Mientras la contemplaba intentaba revivir el momento histórico de la entrañable Familia y colocarme en el lugar de San José, responsable de una mujer que en su belleza y dulzura debía inspirarle una gran ternura y de Jesús, un hermoso Niño que aunque José no alcanzara a comprender la totalidad de su grandeza, sí debía sentir que dentro de aquel cuerpecito había algo que dos mil años de tradición judía no habían osado ni pronunciar; YHVH. Y al tiempo que aquel pensamiento me inundaba de paz el corazón, me surgió una reivindicación; no es justo que José, un hombre bueno, noble, carismático, fiel, inspirado, valiente y discreto, haya pasado por la historia de forma tan inadvertida. Es cierto que la Iglesia lo ha santificado, pero también es cierto que no es un santo más. De acuerdo que no vale establecer categorías entre los santos, pero mi reivindicación va por ese camino. San José no es un santo más – ningún santo lo es – pero en este caso hay una circunstancia que lo hace semejante en santidad – con la distancia inalcanzable de la maternidad - a la Virgen María; San José fue el responsable del cuidado de la Madre de Jesús, del Jesús bebé y niño y de su educación y cuidado, por lo menos, hasta que Jesús, con doce años, se perdió y fue encontrado en el Templo de Jerusalén. Como padre, pido que la figura de San José merezca algún trato especial, reconociendo en ese trato especial el papel de todos los padres cristianos. El pueblo fiel ya reconoce esa diferencia, esa santidad especial de José. Probablemente su imagen es la más representada y la única que está en todos los hogares cristianos, expuesta o guardada, pues pocos serán los que no pongan un belén en su casa cada Navidad. Pero quiero más. San José fue un hombre noble pues aceptó ser el esposo de María sabiéndola en cinta. Pudo rechazar la inspiración que le reveló la verdad de la situación, pero no lo hizo. ¿Pueden imaginarse el inmenso valor de esa docilidad en aquella época, en la que la mujer adúltera era lapidada por el pueblo? San José renunció a su amor propio, a su cultura rigurosa, a la marginación social… y fue el casto esposo de María Virgen. Pónganse en su lugar, y mediten la situación. Fue más noble porque siendo esposo de una mujer hermosa y dulce, renunció a su cuerpo para vivir en la tierra la relación mística del cielo. Respecto al día a día, la tradición no nos deja ni un atisbo de escándalo, discusión, enfrentamiento, tensión… durante los años de convivencia del santo matrimonio. No nos debe caber la menor duda de que cualquier desavenencia o desajuste en el matrimonio o en la vida de San José, antes o después de que su figura desapareciese de los escritos santos, hubiera sido explotado por los enemigos de los cristianos, pues no debemos olvidar que el Evangelio de Marcos y muy probablemente los de Mateo y Lucas, son contemporáneos a la vida del entorno de Jesús, de sus amigos y de sus enemigos. San José fue inspirado por YHVH a través de sus ángeles, en tres ocasiones, que conozcamos. Primero para recibir a la Santísima Virgen María, luego para salvar la vida de su esposa e hijo, y la suya propia. Más tarde, para pedirle su regreso desde Egipto a Israel. Esa relación tan directa con el cielo denota dos cosas. Una, que era el siervo fiel en quien confíaba el Altísimo para proteger a su Hijo. Es esa una prerrogativa excepcional. Otra, que es él el responsable y cabeza de familia, pues a él se le inspira lo que debe hacer cuando Herodes quiere matar a Jesús. María, sumisa, emprende aquellos largos viajes. ¿Podemos imaginarnos la confianza de María para realizar con su retoño, por dos veces, un viaje que aún hoy está repleto de peligros? Si meditamos este extremo, veremos que la confianza en este caso de María en José y de José en el Cielo, no tiene límite. El papel de José es vital. Cierto que era descendiente de David y debía llevar el valor en los genes, pero aún así aventurarse en un viaje a Egipto, dónde no estaba claro ni el tránsito ni el destino, fue un alarde de valor, y más custodiando a una mujer que debía inspirarle un amor profundo y a un hijo que estaba destinado a ser el Salvador del mundo. El Señor nos ilumina, nos ayuda, nos da la gracia, pero no nos toca la libertad. José podría haber renunciado a toda aquella responsabilidad y haber vivido como un buen judío. Pero no lo hizo y en su libertad asumió desde el principio la responsabilidad del cuidado de su esposa y de su hijo, la Santísima Virgen y Jesús. El colofón de ese papel privilegiado y principal, fue la discreción. San José hizo su papel con discreción, discreción que veo como humildad y como actuación de quien se sabe un mero instrumento y con eso le basta. Jesús quiso dejarnos una Madre y se hizo acompañar por la Suya al pie de la cruz para testimoniar allí esa voluntad. La humanidad ya tenía Padre, YHVH, por lo que el papel de San José fue tan vital en el hacer, como modesto en el sentir. Mis padres me nombraron José, como mi padre y como mi abuelo. Y nombré José a mi hijo. Desgraciadamente, no tengo de San José más que el nombre. Pero siendo el Santo tan grande, aún con eso me honro mientras intento emular alguna de sus otras muchas virtudes. San José no es un santo más – ninguno lo es -, fue un elegido por el Señor para colaborar en la Salvación. Por eso me dejo barba. Para decir a quien me conoce y me pregunta el porqué de tanto pelo tan desabrido, que San José fue un santo especial. José María. Enero de 2008. Publicado en Meridiano Católico. Marzo 2008.