lunes, 14 de abril de 2008

¿Qué hay de cierto en las religiones?

Ayer me telefoneaba una persona a la que presto mi colaboración en algunas cuestiones puntuales. Al descolgar, sin dejarme hablar se presentó y me dijo:

- Estoy asustada. ¿Qué es lo que pasa?

Reconocí enseguida la voz, pero me sorprendió la pregunta:

- ¿Quién te ha asustado? – le pregunté solícito - Por lo demás, que yo sepa no pasa nada.
- Es que he recibido un correo electrónico tuyo muy largo.
- ¿Y lo has leído?
- No, pero cuando lo he visto tan largo he pensado ¡aquí pasa algo! ¡Tengo que llamar y resolverlo de palabra!

Efectivamente. Había habido un malentendido y le escribí un correo “extenso” – diez líneas – en el que dejaba perfectamente planteado y resuelto el asunto, que no tenía más allá. Sólo había que leer diez líneas.

Este preámbulo viene a que la anécdota ocurrió cuando empezaba a escribir estos párrafos. La anécdota me recordó que estas líneas van a ser de poco provecho a terceros, porque muchos las desconocerán. De los que las conozcan pocos las leerán. De los que las lean, los más disentirán sin entenderlas y los que ni tan siquiera disientan, las ignorarán, quizás por cabezonería.

Pero con todo, sigo.

En “La existencia de dios” escribía dios con minúscula, porque me estaba refiriendo a una idea innata en los hombres, sin mayor definición. No había pues mala intención ni afán de molestar a cualquier creyente. Si alguien lo interpretó así, es que actuó como la persona del teléfono que comento arriba.

Partimos hoy de que la conciencia de la existencia de dios – entendido este dios como algo trascendente – está impresa en nuestro ser. Creo que cualquier mente objetiva llegaría a mis mismas conclusiones siguiendo la lectura del artículo que he citado.

La pregunta que nos hacemos hoy tiene más enjundia, pues no es parte de nuestra intuición, sino que requiere otros elementos; ¿las religiones son meras fantasías creadas para acallar ese deseo de trascendencia?

La historia nos ha enseñado que a lo largo de la historia cada cultura ha creado sus propios dioses, en la búsqueda de llenar esa necesidad de trascendencia. En general, eso no ha sido malo, pues la creencia de seres superiores que vigilan a los hombres ha sido un freno a excesos. No es una norma, pues las culturas precolombinas, por ejemplo, con la justificación de sus dioses, inmolaban a millares de semejantes en ceremonias macabras. En el caso del lejano Oriente, el valor de la vida es muy distinto al nuestro y eso ha generado unas filosofías que no están basadas en el valor intrínseco y trascendente del ser humano y más que religiones son compendios de normas sanas y buenas que están a la espera de un “algo” que les de sentido pleno.

Todas esas religiones hechas a medida de los pueblos a los que han sido útiles, en general se han acabado junto con las culturas que las crearon y no han trascendido más allá de sus fronteras.

De entre las culturas antiguas, siempre me sorprendió que la cultura de los faraones quedara en nada. Esa cultura y su religión duraron cerca de tres mil años, a primera vista más que la cultura cristiana en la que vivimos. Pero cuando conocí un poco más de cerca el mundo de los faraones, puede ver que el microcosmo egipcio existió en un mundo cerrado, en un territorio sin atractivo para forasteros, en un espacio inaccesible rodeado de desiertos, montañas y mar. Y que en esos tres mil años, que a “grosso modo” agrupamos con la denominación del “Egipto de los faraones”, hubo fracturas culturales que hacen perder la unidad que aparenta. No es propio pensar en una sola religión que se mantuviera inmutable durante tres mil años. La clave de la supervivencia de la cultura de los faraones, es la misma que la de la supervivencia del ornitorrinco; el aislamiento.

Otro mundo que me llamó la atención fue el oriental, que sí ha llegado a nuestros días. Buda y Confucio son dos personajes que me inspiran respeto y admiración, pero su lectura nos explica el hecho de que se consideren hoy como dos filósofos, más que como dos líderes religiosos. A pesar de que hoy se llame a sus filosofías “religiones”, no fue la intención de esos filósofos crear religiones, sino enseñar a pensar y comportarse. Me gusta repasar sus pensamientos, que están escritos con la delicadeza y profundidad de lo oriental, y meditar sobre ellos, aunque no pretendan hilvanar una religión, sino aconsejar una forma de ir por la vida, acorde con la moral natural.

Falta de coherencia interna y con el mundo; precariedad en el tiempo y en el espacio; y sometimiento a la cultura del momento en que discurrieron, son tres factores comunes a las religiones que han pasado y se han perdido. No han superado las pruebas de solidez que les han impuesto el tiempo y las circunstancias y han sucumbido, si bien ejerciendo su papel balsámico en las almas de muchos hombres que creyeron con verdadera fe en los dioses que su cultura les ofrecía. Esa ha sido la historia de las religiones. ¿De todas? No de todas. Cuando hace alrededor de dos mil quinientos años, el lejano oriente nos regalaba con aquellos dos grandes pensadores, hacía ya otros mil quinientos que estaba echando raíces, en oriente medio, el germen de una gran religión, el cristianismo.

Si con la misma honradez intelectual con la que llegamos a la existencia de un ser trascendente, nos aplicamos a analizar las religiones, nos chocará encontrarnos con el cristianismo.

El cristianismo, al contrario de lo que muchos creen, no partió de cero con la aparición de Jesucristo en la historia. Jesús de Nazaret fue y es para los cristianos, el Enviado que Dios venía prometiendo desde hacía dos mil años, una historia que empieza con Abraham. Es decir, el Dios que hoy adoran los cristianos es el Ywhw que hace cuatro mil años eligió al pueblo judío como seno de su venida a la tierra. Por una serie de circunstancias positivas, como por ejemplo no realizar sacrificios humanos, los judíos se distinguían del resto de culturas contemporáneas y quizás eso fue la causa de su elección. La naturaleza del Mesías, que yo llamo Enviado, no es la que parece. Pero eso lo veremos otro día.

Yhwh pactó con los judíos su protección divina si el pueblo judío se comprometía a seguir los diez mandamientos que entregó a Moisés. Este pacto estaría vigente durante dos mil años, hasta el año cero de nuestra era, en el que para los judíos de entonces y los cristianos de hoy, llegó en Mesías prometido, que debía llevar al pueblo judío a la supremacía y gloria material y espiritual. O así lo interpretaron los protagonistas judíos durante esos dos mil años.

Lo que conocemos como Antiguo Testamento, narra este pacto entre Yhwh y el pueblo judío, una relación de acontecimientos sorprendentes, profecías misteriosas y verdaderos sucesos sin explicación humana, en buena parte sustentados por hechos históricos.

Toda esta historia nos puede parecer pura fantasía, si no fuera porque es un verdadero milagro que el pueblo judío sobreviviera dos mil años de la forma que lo hizo. Los tres mil años de los faraones son una filfa comparados con la procelosa vida de las tribus judías a lo largo de esos dos milenios. No digo al lector que se repase el Antiguo Testamento, pues puede desfallecer en el intento, pero hay muchos lugares serios dónde podrá encontrar lecturas seleccionadas o, si es más perezoso, buenas películas sobre el tema.

La religión monoteísta judía podía haber sido una más - aunque singular por su duración y capacidad de supervivencia en medio hostil - de la larga serie de religiones que han pasado por la historia del hombre. Pero no fue así y además, tras dos mil años de andadura no sólo no desapareció sino que se manifestó de una manera sorprendente, continuando otros dos mil años, hasta nuestros días, con la misma vitalidad que el primer día y sin alterar un ápice su contenido esencial, a pesar de que convivirá con los mayores cambios que ha conocido la historia del hombre.

Estas circunstancias deberían dar que pensar al lector objetivo, al margen de sus creencias. Me sorprende la frivolidad con que muchos hablan del cristianismo, actitud que sólo puedo entender por fanatismo en alguna otra creencia o en ninguna o por ignorancia.

Con ser mucho, lo que hemos comentado es sólo un punto de los muchos llamativos que rodean al cristianismo. Las enseñanzas del Enviado de Dios sorprenden por desconcertantes. Hoy, tras dos mil años de cultura cristiana, vemos normal que podamos hablar a una mujer sin que nos de reparo por considerarla un ser inferior. Pero hasta Jesús, eso era lo normal, no dirigirse a una mujer por impura. En muchas culturas, era normal considerarlas poco menos que objetos. Por descontado los niños eran poco menos que nada, los tullidos basura, los pobres miserables, los extranjeros sospechosos y los enemigos, enemigos. Jesús plantea un nuevo reino en el que serán privilegiados las mujeres, los niños, los tullidos, los pobres, los extranjeros todos.

Ni sus mismos adeptos le acababan de entender y, a veces, incluso se escandalizaban de sus actos, como cuando hablaba con mujeres o con no judíos. Algo les arrastraba detrás de Jesucristo, aunque no le entendían. Probablemente sus discípulos no se deberían plantear eso como un problema, pues en general eran de extracción tan humilde que no entenderían mucho de lo que les rodeaba.

A estas alturas, el lector ya habrá deparado en otro hecho chocante; los discípulos de Jesús eran una corte de obreros sin cualificar, ignorantes. Ese era el séquito del Hijo de Dios. ¡Menudos mimbres!

Más situaciones desconcertantes. El Mesías debía ser un gran líder. En la antigüedad tenían claro lo que eso era. Y Jesús, el líder prometido, había nacido en un ambiente paupérrimo - literalmente en un establo -, de una familia obrera – el padre era carpintero, un oficio digno pero pobre -, su primer reconocimiento es de pastores – un oficio indigno y pobre –, su vida está cuajada de sufrimientos – llega a sudar sangre por la angustia - y sufre una muerte de lo más indigno que se consideraba en su cultura. Esto que hoy podemos entender porque lo tenemos muy oído, en su momento fue desconcertante, hasta el punto de que fue tratado con desprecio por propios hermanos de raza, que esperaban un Mesías deslumbrante.

Es un buen ejercicio intentar colocarse en la mente de los contemporáneos de Jesús y ver como reaccionaríamos ante la noticia de que un hombre pobre, en un territorio marginal, es seguido por un grupo de poco menos que indigentes y está predicando que las mujeres son iguales a los hombres, que hay que respetar a los niños y ¡amar a los enemigos! Creo que yo pensaría que se trataba de un chalado. Es lo que pensaban la mayoría de los coetáneos de Jesús.

Hasta tal punto era un planteamiento absurdo el de aquel hombre, que uno de los grandes pensadores de la humanidad, Nietsche, argumentó de forma aplastante la imposibilidad de que sobreviviera una religión que predicaba amar a los enemigos y dejarse matar antes que renunciar a las creencias. Y en principio tenía razón, salvo por el hecho de que Nietsche argumentaba así tras mil novecientos años de supervivencia de esa religión que, según su aplastante teoría, no debería haber sobrevivido a su líder. Por si fuera poco tras muchos años de su muerte, la de Nietsche, esa religión “absurda” volvería a revivir sus “absurdos” orígenes inmolando miles de mártires en una persecución como no la había visto el cristianismo desde hacía dos mil años, la persecución comunista en España. Y el cristianismo seguiría inmutable, como hasta hoy.

Para cualquier observador imparcial, todos estos son hechos desconcertantes que le deben hacer pensar. No es necesario ser cristiano para no quedar asombrado por semejante trayectoria de una religión que ha vencido al tiempo y a la sociedad, en una serie de acontecimientos que pueden documentarse históricamente.

Otro de los hechos sorprendentes del cristianismo es su supervivencia a los propios cristianos. La Iglesia Católica es, por la tradición, la que sigue la línea de gobierno establecida por el propio Jesús. Mucho se ha fabulado de la Iglesia, de los papas, de los sacerdotes y de los cristianos “de a pie”. Pero no cabe duda de que no siempre la virtud a ganado la batalla en el seno de la Iglesia Católica. Y no han sido pocos los papas que han resultado verdaderos elementos indeseables. Dada la estructura piramidal de la Iglesia en la que el papa es su líder máximo y absoluto, con capacidad de no poder equivocarse cuando habla inspirado por Dios, es verdaderamente sorprendente que la doctrina católica haya permanecido inmutable durante dos mil años.

Esto debe dar que pensar, pues no hay ni ha habido institución humana en la historia del hombre que se haya mantenido incólume ante la presión de los hombres y sus pasiones. La Iglesia Católica, por cuya jerarquía máxima han pasado desde hombres santos a lo más lastimoso de los hombres, ha mantenido la doctrina y cuando la humanidad, tras dos mil años de una cierta estabilidad espiritual, se decide a una inflexión hacia el materialismo más crudo, aparecen en la Iglesia, consecutivos, dos hombres de semejante talla que incluso los más distanciados del cristianismo no pueden menos que admirar su calidad humana y espiritual. Sorpresa tras sorpresa.

Todos estos puntos son detalles para meditar y desconcertarnos. Insisto en que no es necesario ser cristiano para desconcertarse.

Pero todo lo visto, con ser todo esto mucho, no es nada si tenemos en cuenta la esencia de esta religión que desafía al hombre y, lo que es más sorprendente, al tiempo. Porque la esencia de toda esta historia es que Jesús, el líder del cristianismo muerto de forma ignominiosa, resucitó. Sí, resucitó, o al menos eso es lo que creen los cristianos. Esa es la clave del cristianismo.

Todo sería fácil si esa resurrección estuviera documentada históricamente. Pero no lo está. Es el único punto de toda esta larga historia de hechos sorprendentes que no está documentado, salvo por testimonios de los suyos. Dado que nunca ningún hombre hasta entonces había resucitado, es razonable dudar sobre la resurrección de Jesús, que sí está documentado que murió crucificado.

Pero también aquí surgen circunstancias sorprendentes. El grupo de seguidores de Jesús, incultos, miedosos, cobardes y paupérrimos, huye despavorido cuando este muere, por temor a las represalias de los enemigos de su Maestro. Y se esconden en la penumbra durante semanas. Pero un día, aparecen en público valientes como jabatos, con una magnífica retórica, sembrados de argumentos. ¿La razón?, dicen que Jesús resucitado se les ha aparecido, les ha hablado y lo han visto subir al cielo. Y ese grupo de discípulos que hacía unos días eran un desastre, llevan las doctrinas de su Maestro hasta dos mil años después, por todo el planeta y a contrapelo de personas y persecuciones. También esto da que pensar.

Cuatro mil años de acontecimientos coherentes dan que pensar. Ese ser trascendente, al que nuestros cerebros no pueden ni imaginar, decide darse a conocer por circunstancias que nos sobrepasan. Elige a una cultura distinta a las de su entrono - no la más adelantada, quizás la menos “contaminada”, lo que es otro dato a meditar - de un determinado momento histórico y siembra la expectativa de la venida de un Mesías. Pero el hombre es limitado, y concibe un perfil de Mesías a su medida. Pero el aparece no responde a lo que el hombre piensa y desconcierta con un perfil no sólo inesperado, sino sorprendente, distinto, “revolucionario” e incluso incomprensible; un hombre pobre con ideas que revuelven las de su época. Ya desde el principio el pueblo elegido, pobre e inculto, no sería el que elegiría un dios “convencional”.

Ese Mesías rompe moldes y su doctrina no crea ninguna sociedad, pero influye en todas. Ese Enviado explica a los hombres que deben hacer para ser felices; renunciar a la violencia en aras del amor. Quien ha creado el mundo explica a través del Mesías, que deben hacer los hombres para volver a alcanzar su dignidad de hombres.

Todo encaja. El cristianismo es una sucesión de hechos históricos desconcertantes que arropan hechos misteriosos, y todos encajan a la perfección en un guión absolutamente coherente. No es de extrañar que sean tantos los que lo siguen. Porque, además y para colmo, lo que dice es bonito y bueno.

Todo esto debería darnos que pensar.