martes, 26 de agosto de 2008

Milagros

Empezábamos el mes de agosto con la lectura, en la Santa Misa, del milagro de los panes y los peces.

Es este un milagro que destaca por la gran cantidad de personas que fueron testigos de él (más de cinco mil personas en la primera multiplicación (Mt 14, 15-21), la de la lectura, y más de cuatro mil en la segunda (Mt 15, 32-38). Si todos los milagros de Jesús son una expresión infinita de amor y caridad, este fue un derroche de expresión infinita ofrecida sin que nadie se la pidiera y sin que hubiera una necesidad extrema (“…me causan compasión estos pueblos, porque tres días hace ya que perseveran en mi compañía, y no tienen que comer…” Mt 15, 32). El milagro de los panes y los peces es un rotundo argumento más que justifica el “hágase Tu voluntad”, pues nunca nuestra capacidad de pedir podrá siquiera imaginar la capacidad de dar de nuestro Señor.

Pero además, el milagro de los panes y los peces es un milagro incomprensible. Podemos comprender una curación milagrosa, o incluso una resurrección. Son alteraciones de las leyes naturales, sólo accesibles al Creador, pero que nuestro cerebro puede entender en su expresión, aunque ignore su intimidad. Pero el milagro de los panes y los peces es incomprensible incluso en su expresión; de cinco panes y dos peces se alimentan más de cinco mil personas y aún sobra en abundancia.

La Humanidad es una expresión de este milagro de compasión divina; de tan sólo un hombre y una mujer creados originalmente por Dios, han nacido cuantos hombres pueblan la tierra. Generación tras generación el hombre, también toda la naturaleza, se multiplica incomprensiblemente sin agotar la fuerza original de la vida, inspiración divina que nos narra el Génesis. Vivimos en el maravilloso escenario de un incomprensible milagro del que no alcanzamos ni a imaginar su sentido más profundo.

Recordemos el consejo de Juan Pablo II: “…Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.”

Publicado en el opúsculo “Hora santa. Agosto de 2008”.