Cuando se tienen las cosas claras es más fácil meditar sobre ellas, pues lo difícil está hecho.
Nunca había opinado sobre la mortificación porque no entendía que a Jesús le pudiera ser grato el sufrimiento de sus hijos y a la vez veía en la mortificación una violencia física que me chocaba en la doctrina del Amor. Pero me dejaba matices.
Rumiando sobre el asunto, he llegado a la conclusión de que nada tiene de extraño la mortificación física como complemento de la oración espiritual. De hecho, infligirse dolor físico es una práctica cotidiana en la mayor parte de la población, no ya para acompañar una oración a nuestro Creador, sino para acompañar los objetivos más prosaicos. Por ejemplo, sufren algunos estudiantes cuando recurren a los estimulantes para mantenerse despiertos y poder estudiar más horas para aprobar un examen; también sufren algunos trabajadores que prolongan su jornada laboral para mejorar sus economías; sufren la inclemencia del frío o del calor los que hacen cola para alcanzar una entrada para ver jugar a su equipo o escuchar a sus ídolos de la canción; sufren una barbaridad quienes se someten a intervenciones de cirugía estética, simplemente para mejorar la imagen… En otro orden de cosas, sufren voluntaria y conscientemente, a veces hasta morir, quienes escalan montañas, quienes navegan por los océanos, quienes practican deportes… en el mejor de los casos, para superarse físicamente a sí mismos: en muchos casos, por la suprema estupidez de ganar una competición o batir un récord.
¿Y con todo ese sufrimiento por motivos tan materiales -físicos o psicológicos - y al fin intrascendentes, alguien puede negar el valor del sufrimiento cuando la causa es ofrecérselo a Dios? Muy al contrario, si el sufrimiento es una parte consustancial a la actividad humana más banal, ¿no lo va a ser con verdadero motivo en la actividad más sublime, que es la oración? Parece que queda diáfano que la oración adquiere su plenitud cuando va acompañada de sufrimiento en función de nuestras posibilidades, que van desde la pequeña renuncia temporal a pequeñas cosas que nos satisfacen, hasta sacrificios mayores.
No nos engañemos. Para esta sociedad el problema no es infligirse dolor, pues hay infelices que pasan hambre por tener un buen coche ¡y eso se justifica!, sino que el problema es Dios. Se puede sufrir por banalidades, pero no se tolera que se sufra por Él.
Otoño de 2006. Publicado en Meridiano Católico y Catholic.net