viernes, 4 de julio de 2008

El momento final

Hace poco tiempo recibí por correo electrónico una carta de una persona que conocía. En realidad no la recibí de él, ni era sólo para mí, pero eso no desmiente lo primero. Me explico.

El remitente había muerto cuando recibí su carta, remitida por su hijo siguiendo instrucciones del fallecido. Era una carta póstuma.

Estando dirigida a mí, no era una carta personalizada, sino que yo era uno de los destinatarios habituales de su correspondencia. Hoy el correo electrónico permite envíos múltiples con un esfuerzo mínimo. El remitente fallecido tenía un record Guinness de cartas publicadas. Es pues probable que algún lector de estas líneas fuera también destinatario suyo.

No leía todos sus correos, sólo algunos. Le contesté una vez, pero no me dio acuse de recibo. Eso no tiene importancia.

El trato personal era bueno. No me importa decir, aunque fuera de mi género, que me parecía un hombre guapo. Guapo y amable. Su esposa hacía juego con él. Conmigo quedó mal en una cita a la que se presentó tarde. Pero otro día me compensó con un detalle que conservo. Murió a edad madura después de luchar con gallardía con un cáncer.

En general no me llenaba lo que escribía – en lo que le leí - por su falta de coherencia de criterio y por su excesiva adecuación al pensamiento vigente. Me parecía desaprovechado que tanto escrito produjera tan pocas nueces.

Hasta tal punto me parecía convencional, que incluso su carta póstuma me supo a poco. La leí varias veces. Era larga y había de todo, pero en general me pareció que ninguneaba un momento importante de nuestras vidas.

Días después de recibir su carta póstuma, hablé con él. Naturalmente, no me contestó; “¡Abraham, eso no se hace! No puedes trivializar la muerte”. En su carta se declaraba agnóstico, como muchos, pero por si acaso encomendaba su sepelio a un cura, como muchos… Los curas sirven o no sirven, pero no son para un “por si acaso”… Tengo presente la muerte de una persona muy querida y buena, también agnóstica, que dejó dicho a su esposo, de las mismas no creencias, que no quería ningún símbolo religioso en su entierro. Si embargo el ataúd llevaba un crucifijo de bronce clavado encima. Pregunté; “¿y el crucifijo? El esposo me dijo; “de haberlo sacado habría quedado la marca y afeaba la caja. Total, no importa”. ¡Eso es coherencia! ¡aprende Abraham!

La muerte es un acontecimiento social. De eso podemos hacer chistes, porque como todo lo institucionalizado, a veces resulta de astracán. Que si el entierro, el recordatorio, la caja… en fin, todo eso que citas con sorna en tu carta. Otras veces el acontecimiento pone los pelos de punta. Todo depende de la materia prima.

Pero la muerte es también una gran aventura, nuestra última gran aventura. Para los seres racionales es un descubrir el sentido del mundo. ¿Hay algo más? Y si lo hay, ¿qué es? La historia nos dice que sí hay algo más. El mismo Jesucristo se apareció a cientos de testigos después de su muerte. La Iglesia católica documenta numerosas apariciones de santos y con menos propiedad documental pero con insistencia, la sociedad en general nos da evidencias de ello. Parece que esto de la muerte es algo importante. Me parece inadecuado hacer chufla de este tránsito. Es algo así como presentarse en el Gran Teatro del Liceo, vestido con bermudas. Se puede hacer, pero no es lo correcto y, como poco, esa guisa denota que no sabemos a donde vamos. Si no se ha vivido con una “esperanza fiable”, no se puede afrontar la muerte en su verdadera dimensión.

En fin, chico, que no te perdono lo de tu carta póstuma. No debiste trivializar tu muerte, más cuando en tu carta anterior, todavía en vida, me humedeciste los ojos hablando de la muerte, también por cáncer, de una amiga tuya. No eres menos que ella.