En el caos de valores en que vivimos, las mejores palabras sirven para ocultar los peores pecados.
Oía el otro día una conversación entre una empleada de la farmacia y una señora en estado de buena esperanza;
- ¿Te has hecho la miocentesis? – le preguntó la empleada a la Sra.
- No. Ni me la haré. Quiero tener el niño en cualquier circunstancia.
- ¡Pobre niño! Si sale con alguna deficiencia, ¿qué sería de él el día de mañana cuando le faltara? Yo abortaría por el niño, no por mí – dijo muy convencida la empleada.
- Tu marido cuidaría de él. O su hermano. Y si fuera preciso, hay instituciones capacitadas para su cuidado. Quizás suponga una obligación extra, pero sin duda debe ser un motivo de enriquecimiento personal y el niño sería feliz con toda seguridad, probablemente más feliz que otros niños. Pero, sobre todo, no soy una criminal. ¿Cómo podría matar al bebé que he visto moverse confiado en mi seno?
A pesar de que la respuesta parecía clara, la empleada insistió machaconamente;
- Pues yo me hice el triple screening y me salió una probabilidad del 4% de que el niño tuviera una deficiencia. Estuve llorando durante tres meses, hasta que me hice la miocentesis y salió normal. Entonces me quedé tranquila.
Aquí acabó la conversación que yo oí. Paso ahora a analizar su contenido.
La miocentesis es una técnica que permite detectar malformaciones en el feto, a partir del líquido amniótico. Para ello se punza la placenta y se extrae una muestra del líquido, que luego se analiza. La persona que se somete a esta técnica suele tener la intención de abortar en caso de que exista malformación en el feto.
Esta técnica provoca una mortalidad del feto del 1% (naturalmente, no se contabilizan los que se matan a la vista de los resultados). Dicen los especialistas que es una incidencia “baja”. Un 1% supone que de cada cien niños muere uno a causa de la prueba. Me dirán, ¡que dice este hombre! ¿no vamos a saber lo que es un porcentaje? Muchas veces se sabe pero no se asimila: Supongamos un colegio con mil niños. Decidimos hacerles una revisión médica para ver si existe en el colegio una rara enfermedad. La técnica de la revisión tiene el bajísimo riesgo de una mortalidad del 1%. Hacemos la prueba y todo sale bien, no existe esa enfermedad en el colegio, ¡magnífico!; sólo han muerto 10 niños como consecuencia de la prueba. Sin comentarios.
La empleada de la farmacia parecía buena persona, una persona normal. Me daba la impresión de que hablaba utilizando argumentos oídos y no razonados. Porque no puede ser que una buena persona, una persona normal, hablara de la vida de su hijo como si hablara de acabar con la oruga que le ataca al geranio.
Comentando el episodio con un sacerdote amigo, me iluminó sobre ese contrasentido. Me empezó diciendo que es un dicho común que ningún tonto tira piedras sobre su tejado. Las personas que asimilan como loros las consignas abortistas con el falso argumento de la caridad hacia el hijo, lo que en realidad hacen es aplicarse la caridad a ellos mismos. Efectivamente, es más “cómodo” matar el “problema” que acarrearlo. Los protagonistas de esos comportamientos se autoengañan dejándose convencer por los argumentos que les son más favorables. ¿Por qué es así y no al contrario? ¿Por qué el tonto no tira piedras sobre su tejado?
La mayoría podemos considerarnos “buenas personas”. Pero muchos de nuestros actos muestran que tenemos unos cerebros “tarados” por el egoísmo que superamos mejor o peor según las circunstancias. Esa tara congénita que nos hace tender a optar por las opciones egoístas, es el pecado original. Si no ponemos remedio podremos superar pequeñas pruebas siendo altruistas en cosas pequeñas. Pero cuando la opción es fuerte, cuando está en juego nuestra comodidad con mayúsculas, si nuestra alma no es fuerte, somos capaces hasta de matar a un hijo.
Por eso es importante ejercitarnos desde pequeños en la renuncia, en el sacrificio. Pero a esa renuncia debemos ponerle un motivo de suficiente peso como para que no sea un sacrificio sin sentido. Sólo el amor al Señor, que suele pasar por un primer estadio de ese amor mezclado con temor al infierno, nos puede dar las fuerzas para las renuncias, pequeñas o grandes. La gran renuncia de nosotros mismos al asumir en libertad el riesgo de dar vida a un hijo con problemas, es una expresión sublime de amor que sólo puede acometerse desde una profunda confianza en el amor de Dios hacia nosotros.
Publicado en http://www.aragonliberal.es/, el martes, 30 de septiembre de 2008.