Hace unos días viajé, acompañado de una persona próxima, para visitar a sacerdotes destinados en pequeñas poblaciones españolas. Como en estas fechas empiezan los cursos de catequesis, el objeto del viaje lo completaba con la entrega de material con ese destino, puesto que aunque desde las ciudades y lugares ricos de España nos parezca que este país nada en la abundancia, hay innumerables rincones de nuestra geografía en los que niños en horarios escolares, corretean por las calles, olvidados de los poderes públicos e incluso, a veces, de sus propios padres.
La vida de los sacerdotes en general es muy dura, por la soledad y por la tremenda responsabilidad de pastorear almas de personas sencillas para las que el ejemplo del sacerdote es muy importante. Esto exige la atención permanente de los feligreses, día y noche y siempre en actitud ejemplar. Si nos planteamos esa tesitura y la aplicamos a nuestras vidas, nos haremos cargo de lo esforzado que es mantenerse en constante vigilia y entrega al prójimo
En los misioneros, que suelen ir de destino en destino, este esfuerzo es heroico. Todo empieza cuando llegan a una población de la que no conocen más que el nombre, incluso a veces este detalle es desconocido para la mayoría de los españoles, pues se trata de pueblos realmente recónditos. Una vez allí, donde se les deja caer “desde un helicóptero” - metáfora que me comentaba un misionero para hacer la idea de hasta qué punto su llegada es repentina -, se hacen cargo e instalan en la casa del cura, muchas veces inhabitable. Con su esfuerzo – en el mejor de los casos con la ayuda de su familia que les visita en las vacaciones – consiguen ponerla en condiciones dignas, lo que muchas veces no incluye una calefacción adecuada o agua caliente para la ducha.
Una vez instaladas sus escasas pertenencias en la nueva casa, el misionero debe compartir el sueño, el rezo, el estudio,… con el frío, el calor, la humedad,… Es como eso que vemos en las películas de aventuras en lugares exóticos, interpretadas por actores millonarios, pero interpretado en la España de hoy, sin guión previo, por hombres que han renunciado a ejercer sus carreras para ellos, y se entregan a los demás.
Entregarse a los demás. Cuando el cura llega a su nueva parroquia, se encuentra con una población que lo mira con lupa. Si su predecesor fue “bueno”, con lupa para ver si éste estará a la altura de su predecesor. Si fue “malo”, con la lupa del resabio. Es uno frente a todos. Un recién llegado frente a todos que viven allí desde siempre. ¡Menuda papeleta!
Luego hay que conocer a todos los vecinos, ir familiarizándose con sus circunstancias, recibir los portazos de los que no quieren saber nada y la actitud defensiva de “a ver lo que pasa” de la mayoría. Si el corazón del misionero es grande y el carácter el adecuado, con el tiempo y mucha paciencia las almas se le abren y queda en evidencia lo que le leía a uno de estos misioneros; “hay mucha gente buena…”.
El misionero debe celebrar la misa diaria, rezar el rosario con las señoras del lugar – siempre hay mujeres mayores con cantera inagotable -, organizar las procesiones, los días de los patronos, los actos en las fiestas religiosas. Convencer, consolar, escuchar, confesar. Recuperar o mantener el templo y la ermita, si la hay, organizar a los vecinos en actividades culturales, pedir dinero, gastárselo en ellos. Al tiempo, mantener las relaciones institucionales con el obispado, con el superior de su orden, con los curas de parroquias vecinas, con el alcalde, a veces socialista o comunista, cuando no de la no menos egoísta derecha.
Y cuando todo está establecido, cuando la casa ha llegado a ser algo que se parece a un hogar, cuando las gentes le quieren, cuando los niños y los jóvenes hacen de la casa del cura el lugar abierto donde se reúnen como alternativa a la discoteca, cuando hasta el alcalde socialista, comunista o de derechas ya va a misa, cuando el misionero tiene el merecido reconocimiento de pastor por sus propias ovejas,.. una llamada del obispo le exige cambio de destino, porque es mucha la mies y pocos los segadores. Y otra vez a hacer las maletas, y a dejar un trocito de corazón en aquel pueblecito, y a despedirse de los que le quieren para nunca más volver a verlos. Y otra vez volver a empezar, con una sonrisa, con el corazón entregado, con fe, esperanza y caridad, que de otra forma un misionero no sirve.
Y todo siempre solo. ¡Qué dura losa la soledad! Algunos atolondrados apelan a que se autorice el matrimonio para ayudar a llevar ese peso. La Iglesia católica no cede porque no sería lo mismo. Los discípulos lo dejaron todo por Jesús. No se puede repicar y andar en la procesión. Un cura casado se debe a su familia y las gentes de los pueblos quieren a alguien que se deba a ellos, sólo a ellos. No sería lo mismo. El misionero es un guerrero en plena lucha del espíritu y ningún guerrero se lleva a la esposa y a los hijos al campo de batalla. En este ejército no hay más fuerza que la fe, ni más escudo que el sacramento del orden. El misionero ha de cultivar su fuerza y templar su escudo para mantenerse en pie. No es fácil y por eso algunos caen. El combate es cada día más fuerte. Es milagroso que queden tantos en pie y que se sigan enrolando soldados para esta guerra.
Ya sabemos que las cosas son así, pero cuando se viven pasan del saberse al sentirse, a compartir en el corazón su sacrificio. Seamos creyentes o no, debemos ver a los sacerdotes como personas entregadas que han renunciado a todo por sus semejantes… ¡sólo planteárselo es ya un mérito!, vivirlo, un ejemplo encomiable. De acuerdo que tanta exigencia pueda a algunos sacerdotes romperles el alma – seamos entonces prudentes en su trato – pero ya la Iglesia sabe qué hacer. En cualquier caso, no hay redil sin oveja negra, pues la humanidad nos es una grandeza común, aún con sus miserias. Ya hay quien juzgará.
Y hacerles la vida fácil es, lo primero, sentir afecto hacia ellos, lo que se traduce en un trato respetuoso y deferente. ¿No sentimos natural respecto y afecto por los monjes budistas, por ejemplo – aunque no seamos creyentes en nada - cuando los vemos en actitud recogida y con sus hábitos? ¿Y van a ser menos nuestros sacerdotes? ¿Menos porque los tenemos cerca, aunque no los conozcamos? ¿Menos porque no son exóticos? ¿Vamos a ser así de banales?
¿Cómo hacerles la vida fácil? No hay que buscar tres pies al gato; ¿por qué cuando vamos de turismo rural, no pasamos a saludar al cura, quizás después de la misa?, ¿por qué no invitar a comer a nuestro párroco algún día que la circunstancia lo propicie?... y si no tratamos con curas o no somos creyentes, pero respetamos su labor, ¿por qué no depositar de forma discreta y generosa un dinero en el cepillo de la iglesia del pueblo? ¡Hay tantas ocasiones en las que podemos hacer un gesto que ayude a un hombre bueno en su duro camino! ¿No fueron la Verónica o Simón de Cirene, bálsamos en la pasión del buen Jesús?