Recupero una crónica de la Semana Santa de 2005, que escribí en el contexto de un foro católico en el que también participaban algunos no católicos. La intervención se perdió en el tiempo, como ocurre con las conversaciones en todos los foros, pero el contenido es de absoluta actualidad. Sólo he suprimido del original, las referencias a personas y circunstancias concretas que en nada afectan al relato y he arreglado algunas expresiones gramaticales.
“Lo que describo podríais vivirlo igual cualquiera de vosotros, lectores y lectoras anónimos, que quizás no os atrevéis a participar en el foro porque os pueda parecer distante mucho de lo que en él se lee. Os animo a los que leéis sin animaros a intervenir, o a los que podáis ver esto de los católicos como locura (no andáis muy desatinados) a que os enredéis en una experiencia como la que cuento, entrando en ella sin pudor, con el corazón abierto, dispuestos a daros en los morros de plano. Que nada malo os puede pasar porque al fin, estos católicos, de puro bueno son panes... Al respecto, os cuento dos anécdotas de estos días.
Me encontraba una noche [siempre en referencia a los días de la Semana Santa] en la Adoración del Santísimo, que se celebraba en un templo en pleno barrio conflictivo de Barcelona, con las puestas abiertas de par en par. En esto, un hombre se cuela en plan bronca... Fuera, la noche y sus vicisitudes. Dentro el templo iluminado, cargado de flores, los fieles arrodillados o sentados en los bancos sumidos en sus rezos, y todo en un silencio balsámico. Frente al altar y en un amplio espacio despejado que lo separa de los bancos, el suelo de mármol está salpicado de las puras flores de las hermanitas postradas o de rodillas en adoración de nuestro Señor.
El hombre, quizás de treinta años, de aspecto entre “progre” y “cutre” y en cualquier caso violento, con un maletín en una mano y unas gafas de sol (¡) en la otra, se acerca decidido hacia el altar, tan decidido que me sobresalta pues me pasa rozando. Como no soy un buen católico, me hiere un montón su actitud irreverente y pienso en salir detrás de él y partirle la crisma, o que me la parta él, si da un paso más de la cuenta (¡Pedro violento, bocazas y luego cobarde y traidor!), pero al llegar a los escalones que llevan al altar, el bruto se para bruscamente. Nadie se mueve, ni lo miran. Para llegar hasta ahí a pasado entre las flores, pero su violenta brisa no ha movido un pétalo. Junto al altar dos hermanitas y el oficiante, un sacerdote del que no hablo pues es indescriptible, paradigma de hombre santo, parece que ni tan siquiera se han percatado de que algo se haya movido en el templo en la última hora.
En hombre se ha parado y mira. Pienso “...Santo Fuerte...”. ¿Quién puede mover un párpado sin Tu permiso? Rezo, “Señor, desemborrícalo”. Luego sabré que otras oraciones han atendido, estas con ternura, a aquel hombre. Y el hombre sigue parado y mirando. Pasan unos instantes y acaba la adoración. El sacerdote se levanta, va hacia el altar, iza la custodia para iniciar la bendición y el hombre se pliega. Literalmente. No se arrodilla ni se agacha. Se pliega, y queda en cuclillas. El sacerdote bendice a todos los presentes y luego, como en otras ocasiones, se nos pide que abandonemos el templo, pues se cierra. Salimos y desde la puerta miro para atrás y el hombre sigue plegado. Dos hermanitas están a su lado, al parecer pidiendo que reaccione y se marche a un bulto que no reacciona. No me quedé a ver el final.
Otra noche es protagonista otro hombre, esta vez un indigente. El momento el mismo, el más propicio para que los provocadores se cuelen. El protagonista entra escandalosamente en el templo, llega frente al altar, pilla una silla y se sienta descarado y agresivo frente a los feligreses. Y empieza a descargarse mascullando pensamientos. El tono agresivo del principio se va templando cuando se ve atendido, pues habla de religión en términos críticos pero coherentes. Incluso alguna hermanita intercambia palabras con él. Pero puede más la bestia. Se anima al ver tanta indefensión y empieza a desbarrar sobre tópicos anticristianos. Perdemos el interés en él y la comunidad sigue con la intimidad de sus rezos. El hombre se molesta con esa indiferencia y arrecia sus insultos, pero ya es invisible. Y cuando creo que va a pasar de las palabras a la provocación física, se levanta mascullando no sé que. Y se va como entró, impotente frente a lo intangible, bilioso por su miseria, con el rabo entre las piernas.
Pero me estoy yendo del argumento. Vuelvo a mi crónica sobre la Semana Santa.
El lunes asisto a los Oficios – La unción de Betania -, el primero a las once de la mañana y el segundo a las seis y media de la tarde, ambos seguidos de un ratito de Adoración. No conocía el rito oriental, pero es una liturgia tan pausada y naturalmente ceremoniosa, que ayuda a hacer de los actos religiosos algo todavía más emotivo. Todo transcurre como fluyendo, invitándote a dejarte discurrir con los rezos y los cánticos, hora tras hora, de forma que te vas sintiendo inundado de paz en el alma y de armonía con la Palabra. La intensidad emocional es tal, que acabo el día agotado y pienso que el martes asistiré tan sólo a la Eucaristía. Pero esa noche duermo apenas dos horas. Me levanto de madrugada y cuando clarea veo que el día está gris. La paz de la madrugada y el lánguido ambiente del cielo nublado afectan a mi espíritu y no puedo evitar asistir con alegría en el alma al primer Oficio – El óbolo de la viuda pobre - a las ocho de la mañana. Luego, a las seis y media de la tarde, asisto a la segunda parte de la celebración. El templo engalanado con primor, el incienso, los cantos, la sobriedad de los oficiantes, el rito, los iconos, y ¡Dios mío!, un alma ávida de todo aquello, hacen estragos también en mi cuerpo y de nuevo llego a la noche extenuado de sentir, emborrachado de emociones, abrumado de intuir el inhumano por infinito poder de Jesús. Me siento fortalecido en su Fuerza frente al mundo, como el hermano menor que provoca a los golfillos asomando la cabeza por detrás de las piernas de su hermano mayor.
El miércoles me quedo dormido después de otra mala noche (desde el sábado tengo tos persistente y me he quedado sin voz, lo que celebran mis personas próximas) y no asisto al Oficio – Oficio de las Lamentaciones - de las siete y media de la mañana. A las doce se celebra la Eucaristía y en ella puedo de nuevo abrir el corazón sin pudor ¿no me dan pie los hermanitos y hermanitas que rezan a mi lado? Pero el oficio dura un instante y acabo como el niño pequeño al que se debe dar la palmada en la mano para que deje los dulces. Por la tarde, a las ocho y media, se celebra la Vigilia de la Cena del Señor, con el Lavatorio de los pies, un emotivo cántico a la caridad y al amor al prójimo con el colofón contundente del Evangelio de San Juan. ¿Cómo puede nadie no desmoronarse ante la desconcertante doctrina de Jesús? ¡Dios mío!, ¿quién si no Jesús puede dictar semejante doctrina de caridad y de amor?; Dios, el Dios del Universo, el Creador de todo lo que ha existido, existe y existirá, el Infinito por no tener principio ni fin, el Inescrutable,.. ese Dios, aparece postrado a los pies de sus discípulos, hombres de baja extracción social, lavándoles los pies. Esta escena, que dicha de cualquier otro de esos dioses que hayan cabido en mente humana hubiera sido blasfemia para sus seguidores, en Jesús es doctrina, porque Jesús no puede caber en mente humana.
Hoy, Miércoles Santo, el celebrante lava, seca y besa los pies de hermanitos de comunidad y de buenos hombres, indigentes, recogidos en las calles del barrio. ¡Qué cerca estamos todos, y qué lejos queremos estar!
Por la tarde y como en las otras ocasiones, he llegado pronto, pues me apetece sentir el trasiego previo a la celebración. Mientras espero, una hermanita me entrega el librito con el texto del día. Al parecer me ha visto en otro momento y mi dulce hermanita me pregunta si soy muy devoto. No le puedo engañar y le digo que no, que me trajeron el primer día y que la ceremonia me enganchó. No quiero que se confunda y crea que soy una buena persona.
Algo me ocurre el Jueves Santo, no tengo presente que fue, que no me permite asistir a las celebraciones hasta la Eucaristía de la Cena del Señor, a las siete de la tarde, que está seguida de Acción de gracias con la lectura del capítulo 17 del Evangelio de san Juan, asombroso texto que rezuma divinidad y que me ratifica, como en tantas ocasiones en los días precedentes, que sólo se puede no ser cristiano por dos razones; ignorancia o maldad. Quién conociendo no cree, es un insensato. No digo que todo el que conozca el Evangelio deba ser bueno, pues cada uno tiene su naturaleza, pero sí que debe intentar serlo según Sus enseñanzas, pues no hay alternativa para una vida plena y armónica con lo mejor de nuestra naturaleza. Durante estos días he estado pensando insistentemente ¿cuál diantre es el argumento de los no creyentes, para ir contra el mandamiento de amarnos los unos a los otros?, ¿cuál es la maldad de un Dios que predica amor y las consecuencias directas que se derivan de ese amor? No entro en la cuestión de fondo del cristianismo, que es tema muy complejo, me refiero sólo a la actitud inicial hacia el cristianismo. Si a cualquiera le dicen a través de un medio de difusión “vea esta película, que le divertirá”, ese cualquiera irá a verla con ánimo positivo, con la sonrisa puesta, y luego juzgará según su sintonía con el guionista. Si a ese cualquiera le dicen que una doctrina predica amor, parece que lo normal es atenderla con actitud positiva y luego ver que pasa. Lo que pasará es que a ese cualquiera la doctrina le mantendrá la sonrisa en los labios, como mínimo, y salvo aberración del alma, la encontrará agradable y buena. Esto es tan cabal, que por eso digo que sólo la ignorancia y la maldad pueden hacer que un hombre libre, no sea cristiano y que aún el errado, no reconozca la virtud del cristianismo.
El Viernes Santo me quedo en mi Parroquia. Por cierto, os tengo que hablar de ella, de mi Parroquia.
Es una parroquia cualquiera. Una como otras tantas. El Viernes Santo entro por la mañana al Oficio de la Pasión de Jesús y me encuentro con la ancianidad del barrio que llena un cuarto del templo,... no, quizás menos. El cura, también añejo, en pie junto al atril, guía la oración de su mermado y ajado, eso sí devoto, rebaño. El edificio inhóspito, la luz escasa, sin cánticos, sin acólitos esbeltos, sin gestos ceremoniosos que ni cabrían en semejantes pellejos,... todo tan distinto a los días anteriores... Va a caerme el alma a los pies, pero no le doy tiempo de que se mueva un ápice de su lugar. Todo aquí es más... menos,... pero Jesús está también aquí. El mismo Jesús del santo boato y de los coros de la otra Parroquia, de la bonita. Pero hay una diferencia,... este cura gris, ya viejo, de voz forzada, solo en su papel, pastoreando carcamales, entre los que humildemente me incluyo, es un gigante, un héroe discreto, un mártir que día a día consume un trocito de su vida para sacar adelante rebaño tan poco agradecido. ¡Bendito sea! Si Dios me da vida y fe, mi próximo Viernes Santo le adoraré y viviré Su Pasión en la más triste parroquia que pueda encontrar en mi ciudad. Y mientras, os pido una oración por los miles de curas, como el de mi Parroquia.
El sábado es un día anodino. Mi tos me aconseja quedarme en casa, como lo hacen la colada, acumulada de una semana; la nevera, temblando de desolación; el polvo, feliz en su imperio; y el orden, a su desaire. Me quedo en casa a marujear. Lo único distinto es que me echo a intentar dormir en el sofá, no a velar, a dormir. Sólo lo he hecho en otra ocasión y no pegué ojo, pues me sobran de rodillas para abajo. Dejo la persiana subida para que al amanecer me despierte la luz, caso de que me consiga dormir. Pues nada, duermo siete horas de un tirón y me despierta un sol espléndido, ya alto. Además es la primera noche en la semana que no paso en duermevela por la tos. Creo que el mensaje es que si quiero hacer sacrificios los haga en serio, y que nada de tonterías.
Y llega por fin el Domingo de Resurrección. Salgo como siempre con mucho tiempo para asistir a la Misa de Pascua y me encuentro que al llegar a la iglesia está abarrotada y ha empezado la homilía. ¡He mirado un montón de veces una carraca de reloj que tengo en casa y no lo he sabido leer bien!, ¡seré tonto! Es un reloj que tiene las agujas desfasadas y adelanta un tanto, pero llevamos años juntos y suelo leerlo sin errores. Me desmoralizo mucho y lo achaco a un problema de demencia senil incipiente. En la homilía el sacerdote recuerda que la Resurrección es la esencia de toda la doctrina cristiana y que nada tiene sentido si no se cree realmente que Jesús resucitó, como lo hizo. No entender esto es no entender nada y no creer esto, es no creer nada. Para mí, cómo para algunos de los que estaréis leyendo esto, es este el cuello de botella y dónde realmente se ha de batir el cobre de la fe. Veo el cristianismo como un camino que va de un Jesús niño que nace en Belén, hasta un Dios infinito. Es un camino despejado, que abarcamos entero de una mirada. Pero en su mitad, un pequeño muro de piedra rompe la continuidad visual del sendero y aunque lo vemos seguir, no sabemos si es el mismo camino que continúa, o si es otro que empieza de nuevo justo detrás del muro y nos produce el efecto visual de ser el mismo.
El conocimiento de la vida de Jesús nos hace amarle, al margen de su divinidad. Soy así de taxativo porque dudo que nadie en su juicio, que conozca a Jesús, no sienta hacia Él un afecto entrañable. Yo nunca he acabado de entenderle y hay momentos en que me causa tanta zozobra, que sólo confío en que me cuente entre los suyos (¡eh, Señor!, ¡que estoy en medio y soy de los casi buenos!). Este primer tramo del camino, hasta el muro, no me crea ninguna duda; estoy bien con Él, le quiero y me gusta todo lo que dice, hasta el punto de seguirle.
La segunda parte del camino, desde el muro hasta el final, tampoco me representa problema. Negar la existencia de un motor del universo, de un creador, de un mundo por encima del material, es un ejercicio que no me atrevería a hacer por puro decoro intelectual. Siempre he considerado al ateo – por poner el extremo al que se pueden añadir los matices que se quieran – un bocazas, un pedante, un indocumentado o un malintencionado, pues en la historia de la Humanidad la espiritualidad ha ido de la mano de la propia naturaleza del Hombre y la inmensa mayoría de grandes pensadores confluyen es esa idea. Tampoco me crea problemas esa segunda parte del camino.
El problema está pues en el muro ¿qué hay detrás?, el que sigue, ¿es el mismo camino o es otro? El Domingo de Pascua los cristianos celebran que es el mismo camino. ¿Cómo lo saben? No lo saben, lo creen, es la fe. Si se pudiera saber, no habría cristianos o no habría otras religiones, pues el asunto estaría claro.
Y mi pregunta, y quizás la de alguno de vosotros, es ¿perdí el tiempo en la Misa de Pascua?, pues ese es el dato que nos falta para determinar si el camino es el mismo o se trata todo de un efecto visual.
Veréis, hay una forma de saber que es lo que hay al otro lado del muro. Saltándolo. Pero como es un muro intangible, el salto necesita una técnica distinta y esa técnica consiste en “abrir el corazón”. Ya comenté algo de esto más arriba y oiréis que los buenos cristianos conocen y recomiendan esta técnica. Naturalmente no se trata de perder toda la vida en el experimento, sólo de ensayar un poco y aplicar la técnica, a ver que vemos, a ver como se nos da el salto. Luego, si nada, pues nada. La técnica de “abrir el corazón” significa que si Jesús te parece bueno y crees que existe un ser superior, has de tomar como supuesto que Jesús es ese ser superior, que Jesús es Dios, y en base a ello, saltas a la vida cumpliendo sus enseñanzas en la confianza de que es Dios quien está detrás de ti para recibir el golpe. Me dirás, ¡si no funciona, me la pego! ¡Hombre, tanto como eso! Si no funciona habrás aprendido a amar, a respetar, a compartir, cosas buenas que sin un sentido último sirven para poco, pero que son mejores que odiar, abusar y acaparar. Pero lo que te sorprenderá, es que el salto, si está bien dado, siempre funciona y cuando veas los efectos que la aceptación de Jesús y de su divinidad ejercen sobre ti, no te cabrá duda de que el camino es el mismo desde Belén hasta Dios, y que celebrar el Domingo de Pascua la Resurrección de Jesús, es la más gratificante y justificada celebración que un ser humano puede realizar.
El oficio acaba saliendo a la calle cantando la alegría de la Resurrección, en procesión tras un icono portado por el celebrante que lo mantiene alzado sobre su cabeza. Y ya en la calle, pasándose un megáfono de mano en mano entre los hermanitos y hermanitas y las personas que lo desean, anuncia cada uno en su idioma la Resurrección del Señor. Las caras de las hermanitas se iluminaban cuando dicen a los transeúntes, con alegría en el corazón y los ojos radiantes “¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”
Al salir me tropiezo con una amiga, que me da una gran alegría al decirme que esa noche se han adelantado los relojes una hora para entrar en horario de verano. ¡Qué alivio! Al volver a casa celebro este domingo tan especial zampándome un brazo de gitano de chocolate.... no es gula, porque me hubiera comido otro. Por la noche, en mi modesta Parroquia, compenso el retraso de la mañana.
Así fueron y viví mis Días Santos. Os confesaré compañeros del foro que me sentí un poco cohibido entre tanta oración y entrega. Me sentía como la oveja negra del redil de hermanitos, hermanitas, celebrantes y devotos que me rodeaban en la primera fila de bancos, en la que me senté desde el principio. Y también pensaba en algunos de vosotros, foreros, que tanta piedad y seguridad reflejáis en vuestros escritos. Y quizás con tantos hombres y mujeres buenos que estaban presentes o en mi mente, me revelé un poco – pura impotencia y debilidad - y pensé en que hay que ser líder, porque si no la obediencia pierde su valor; en que hay que ser rico, porque si no la pobreza carece de valor; en que hay que ser independiente, porque si no la vida en iglesia pierde su valor; en que hay que ser rebelde, para poder ser manso; en que no debemos sufrir por ser pecadores, porque es requisito para poder ser santos; en que no debe angustiarnos ser marginales, porque es caridad para que otros sean centro.”