jueves, 20 de marzo de 2008

Dios y el dolor

He ido a visitar a una amiga que a causa de un accidente de tráfico quedó parapléjica. Es una persona encantadora, dulce, alegre e inteligente. Nunca le he preguntado sobre su fe, pero por el trato veo que es una persona religiosa.

No refiriéndose exclusivamente a ella, sino a terceras personas en su situación, me preguntó por qué Dios permitía el dolor. De hecho es ésta una pregunta que muchas personas de buena fe se hacen.

Los quebrantos y muertes violentas por accidentes de tráfico nos dan que pensar porque convivimos con ellas. Pero no hay más que levantar la vista para ver expresiones de dolor escritas con letras mayúsculas. Los gritos nos resuenan menos porque están o parecen estar lejos, pero ¿qué mayor expresión de crueldad y de dolor que las guerras y las represiones de los gobiernos dictados por el comunismo, el racismo o el fundamentalismo? ¿Por qué Dios permite tanto dolor en el mundo? ¿No es ese dolor expresión de la impotencia y del fracaso de un dios que por eso mismo deja de serlo?

Efectivamente Dios permite tanto dolor. Al ser omnipotente – todo lo puede - podría acabar con el dolor en el mundo. Pero sería traicionar al hombre y al compromiso que adquirió al dotarle de alma, momento en que le entregó la libertad. Dios, al permitir que exista dolor lo hace para respetar el bien de la libertad, que es el atributo que nos hace personas. En un parque zoológico el cuidador procura que en la jaula de los monos no existan riñas, ni que los animalillos pasen hambre, ni que la tensión les haga pasar angustias. Los animales son felices y viven sin tensiones, pero no son libres, no son humanos.

A mi amiga le diría: “Dios permite que exista el dolor, que produce el hombre en el ejercicio de su libertad como persona”. Y le diría más: “Si el hombre siguiera las pautas de comportamiento que le dicta a través del Evangelio, el dolor sufriría una grave crisis en el mundo”.

Quizás mi amiga podría preguntar: “¿por qué la libertad nos lleva a hacernos daño unos a otros?, ¿por qué existe semejante caos en el mundo?”.

La respuesta a la primera pregunta es algo más compleja porque nos exige un razonamiento con más premisas. Efectivamente, si el hombre en el ejercicio de su libertad puede hacer el bien o el mal, es que hoy en su alma hay semillas del bien y del mal. No siempre fue así y la tradición – y quizás la ciencia - nos dan alguna pista sobre un mundo primigenio en el que el ejercicio de la libertad no generaba dolor, hasta un momento en el que esa situación cambió.

Hay quien dice que el mal es ausencia de bien. Eso es muy complejo para mi. Lo que sí entiendo, porque lo veo, es que si llamamos “hacer el bien” a “amar al prójimo”, hay muchas personas que quieren amar, pero se lo impide el miedo, el recelo, la pereza… en fin pequeños o grandes egoísmos que enmascaran ese deseo que tenemos de natural de ayudar a quien sufre.

Así, la respuesta a por qué la libertad nos lleva a hacernos daño unos a otros, sería porque no tenemos la convicción suficiente para seguir nuestro primer impulso de caridad. Y a base de reprimir ese sentimiento de amar al prójimo, muchos llegan a la situación de que no se les ocurre cosa buena y su vida se edifica sobre el abuso, por acción u omisión, del prójimo. Nuestro egoísmo evita que dirijamos nuestra libertad hacia el bien, que es el amor. Hacemos daño porque somos egoístas y en nuestro egoísmo justificamos ese daño al prójimo.

La segunda pregunta, el caos que parece reina en el mundo, creo que no tiene respuesta conocida. Pero eso no debe desesperarnos porque sí podemos utilizar nuestro sentido común para esbozar un planteamiento de respuesta.

Para referirme a ello, recurriré a una conversación entre dos personajes de El Criticón, una visión del mundo elaborada por el clérigo Baltasar Gracián, reconocido entre los filósofos más profundos: Andrenio, el aprendiz, observando la caótica bóveda del cielo cuajada de estrellas, pregunta a Critilo, el maestro, refiriéndose a las estrellas colocadas por el Creador; “¿por qué no las dispuso, decía yo, con orden y concierto, de modo que entretejieran vistosos lazos y formaran primorosas labores?”. De esta forma, con las estrellas formando un primoroso dibujo en el cielo, nadie pensaría que son fruto del azar y al ver tanto orden y belleza todos creerían en el divino Hacedor, concluye Andrenio.

Pero para su asombro, Critilo le razona; “Reparas bien, pero advierte que la divina sabiduría que las formó y las repartió desta suerte atendió a otra más importante correspondencia, cual lo es la de sus movimientos y aquel templarse las influencias… La otra disposición artificiosa que tú dices fuera afectada y uniforme: quédese para los juguetes del arte y de la humana niñería…”

Volviendo pues a la segunda pregunta, le diría a mi amiga que el caos del mundo es apariencia a los ojos de los sentidos. Todos los actos humanos y sus reacciones tienen una explicación inmediata y evidente, pero no es más que la interpretación desde la “humana niñería” en la que aparecen como acciones sin sentido, como la presunta caótica disposición de las estrellas del cielo. Sin embargo los actos humanos, como las estrellas en la bóveda celestial, también tienen otra interpretación más profunda y menos evidente, en la que todo tiene un sentido y razón.

De esta forma, cuando abrumados por los acontecimientos que vivimos y conocemos -como le ocurre a mi amiga parapléjica - desesperamos de la existencia de Dios, no debemos olvidar que el precio de nuestra libertad son el dolor, la injusticia y el aparente caos que ambas generan en el mundo. Pero que toda esa confusión generada en el ejercicio de nuestra libertad, tiene un sentido que sólo con la ordenada reflexión podemos intuir.

Y la última consecuencia de nuestros actos, a veces sin sentido aparente pero siempre con profunda trascendencia, es la respuesta de Dios al ejercicio de nuestra libertad, en la forma de recompensa o castigo de alcance que no podemos imaginar en nuestra limitación intelectual.

Publicado en Meridiano Católico de agosto-septiembre de 2008.