Hace unos días una persona querida – no es ese un dato, pues queridas son todas – y próxima, me dijo: “No creo en Dios. Creo que cuando morimos somos polvo y nada más”.
En un primer momento me dejó desconcertado. Nos alargamos en la conversación y al final, “¡Miserable!, dice el sabio / y el rey dice ¡Miserable!”. Al fin cada uno quedamos con nuestra idea, aunque amigos. Aún así, albergo la vana esperanza de que esa persona querida y próxima atienda a alguna de mis propuestas, especialmente la que le hice en el sentido de que dedique algún momento de su jornada a pensar.
Es cierto que vivimos muy ajetreados, tanto que no nos queda tiempo para meditar. Pero así como la vida física necesita alimento material, la vida espiritual precisa su propio alimento, que es el pensamiento, la meditación. Alimento y meditación son indispensables para la vida del hombre, con una desventaja en contra de la segunda; y es que mientras el hombre sin pan muere en su totalidad, el hombre si meditación muere en su parcialidad, precisamente en su espíritu y dado que lo que nos diferencia de los animales es el espíritu, un hombre muerto o enfermo de espíritu se asemeja al animal tanto cuanto más menoscabado tenga su espíritu. Y en esas condiciones, nada bueno puede salir de la cabeza de un hombre que sólo lo es a medias.
Por eso y vista su terquedad, más que convencer a aquella persona sobre la existencia de dios, la intenté convencer de la necesidad de dedicar tiempo a meditar, en la certeza de que ese es el camino para llegar al otro destino.
La pregunta que nos surge en estas circunstancias es ¿cómo puede meditar un alma enferma? Mientras hay vida hay esperanza y mientras hay alma hay raciocinio. El problema está en si los pensamientos surgen del alma, o del estómago. Por eso le planteé algunas cuestiones a mi persona próxima, con idea de orientar su meditación… no guiarla ni condicionarla, sólo orientarla, pues sabiendo el buen “cómo”, cada uno encontrará su “por dónde”.
Por lo pronto, la conciencia de Dios está impresa en la naturaleza del hombre. Es cierto que nuestra libertad nos puede llevar a generar monstruos, pero sin conseguimos mantener las referencias naturales, podremos encauzar el raciocinio. En nuestro caso, ¿no es la idea de dios una constante en las civilizaciones, desde las más primitivas? Cada sociedad ha generado su propia respuesta, casi todas equivocadas a la vista de sus resultados, pero ninguna civilización significativa ha omitido esa visión trascendente de sus vidas. Si tenemos la tentación de proclamarnos ateos, estamos desafiando a la naturaleza intrínseca del hombre expresada además en la inteligencia e intuición de prácticamente la totalidad de los grandes pensadores de la humanidad. ¿No es mucha pedantería ir contra todo, sin más argumentos que el “no me lo creo, dios no existe”? ¿no es mucha prepotencia intelectual dar una respuesta cierta a lo que la humanidad no ha podido responder en milenios? No hablamos todavía de un dios concreto, sino de la existencia de algo trascendente, de un motor del universo, de un creador.
Los “modernos”, que en su miseria intelectual están por encima de todo, apuntan en sus filas a personas como Einstein, ¿qué mejor argumento a favor del ateísmo? Sin embargo Einstein afirmó explícitamente “No soy ateo”. Además, como razón de peso, aportan aquellos su experiencia de no ser capaces de ver la presencia de algo trascendente en sus vidas ¿Pueden ser de fiar quienes no aportan como argumentos más que citas falsas y sentimientos personales? La historia de la humanidad no es una historia de ateos, sino una historia de personas con sentido religioso, porque esa es la naturaleza del hombre y si esa es su naturalaza. A algo responderá. El hecho de tener la libertad de opinar no implica que nuestra opinión sea acertada; por lo menos debería hacer dudar de su postura, a los que se declaran ateos, el que la humanidad circule por otro lado. En este sentido, una de las deposiciones “democráticas” de los comunistas en la España republicana fue votar sobre la existencia de Dios. Ganaron los camaradas ateos, por lo que se abolió a Dios, por ley. En consecuencia, se siguió con el genocidio de católicos. A eso lleva actuar contra natura, en este caso contra el sentimiento natural religioso que impregna la naturaleza del hombre.
Por descontado que entre aquellos “modernos” no incluía a mi interlocutora, la persona a la que hacía referencia al principio, pues no es ni pedante ni mentirosa, sino una persona de naturaleza bondadosa y generosa, que tiene una vida excesivamente compleja en sentimientos y actividades como para pararse a pensar, o por lo menos a pensar con libertad de espíritu. Lo cual es un error. Mi alusión era a los pedantes que sin más méritos que sus miserias, pretenden hacer de su propio poco el mucho de todos.
La existencia de un ser trascendente no es una cuestión a creer, sino a sentir. Y para sentir, hay que escuchar. El desarrollo científico de las últimas décadas no puede nublarnos el entendimiento y hacernos creer que somos todo porque sabemos casi nada. Es una reacción tan infantil como la del niño que se construye por primera vez una espada de madera y, satisfecho de su pericia, se siente general. Cuando el hombre descubrió el fuego, o la rueda, o el hierro, o la agricultura… descubrimientos todos ellos trascendentes para la humanidad, no se sintió dios, sino que siguió su andadura de desarrollo humano y progreso científico sin apartar la vista de algo por encima de él que catalizaba su existencia. Por eso siguió su desarrollo humano y científico. ¿Qué tiene el hombre de hoy, que por juntar dos palitos se cree ya dios? Fundamentalmente ignorancia y soberbia.
El hombre, con su conciencia de dios – insisto, me refiero a ese algo trascendente, no a ninguna creencia en concreto, que será asunto que veremos otro día – y con su inteligencia, avanzó humana y científicamente. Las sociedades han ido avanzando en innovaciones científicas y en progreso humano. Las sociedades crecieron con el alcantarillado, el agua corriente, la imprenta, la anestesia, el motor… y al tiempo se crearon las órdenes monacales, se construyeron catedrales, se crearon leyes que protegían a los débiles, incluso bajo la inspiración del hombre trascendente, se humanizaron las guerras con los acuerdos de Ginebra… Con la presencia de un ser trascendente en las sociedades, hombre y ciencia han ido de la mano durante milenios, siempre con un saldo positivo.
En nuestros días, en las sociedades que han prescindido del sentido trascendente del hombre, han arraigado la corrupción y el atropello al débil. Es cierto que esos vicios van con el hombre y han estado presentes en todas las culturas pero hoy, después de décadas de haber entrado en la época moderna y de haber denostado socialmente aquellas deficiencias, en algunas sociedades se ha vuelto atrás y la muerte, la corrupción y el vicio han adquirido el rango de norma. Se ha legalizado la muerte y han tomando carta de naturaleza actitudes antinaturales destructivas para la propia sociedad que las acepta. El cuerpo, alimentado sólo con pan, ha generado una sociedad tecnológica, pero sin humanidad. Tenemos de todo, pero sin trascendencia estamos dejando de ser personas. Estas sociedades son una representación del cuerpo vivo con el espíritu moribundo; el ciudadano bien alimentado y con toda la tecnología de la época en su casa, acaba votando el aborto o equiparando la vital y milenaria institución de la familia con la mecánica actividad animal de la cópula.
Debemos alimentar el espíritu para restablecer el equilibrio y ser personas. Para ello probemos a meditar con humildad sobre lo poco que somos en este magnífico mundo. Meditar contemplando las estrellas o admirando el detalle de una flor. Meditar intentando entender, y aprendiendo del fracaso de no hacerlo, la admirable perfección de un dedo de nuestro cuerpo o del inexorable latido de nuestro corazón. Si con esto no nos planteamos algo más que dudas científicas, es que tenemos un problema.
Publicado en Meridiano Católico (http://personales.ya.com/meridiano/) de mayo de 2008