El respeto a los padres es un sentimiento universal y atemporal. Sólo la corrupción de las costumbres puede alterar la naturaleza de ese vínculo.
Quiero reflexionar sobre un pensamiento del sabio Taycon, citado en el libro chino Beng Sim Po Cam, traducido en lengua castellana por el fraile dominico Juan Cobo, antes de su martirio en 1592 en las costas de la actual Taiwan.
Dice Taycon: “El hombre que honrase a sus padres, él también será honrado de sus hijos, y el que no honra a sus padres, ¿cómo quiere ser honrado de sus hijos?...”.
El respeto a los padres es una constante en todos los tiempos, en Oriente y en Occidente. No hay civilización que haya significado algo, en la que esta idea no prevalezca. El don de la vida es - siempre y en cualquier circunstancia - un gran regalo, que los hijos deben agradecer. Si son creyentes, a Dios que se lo ha otorgado a través de sus progenitores; si no lo son, a los padres que han sido los artífices directos de sus vidas. Cultivar un sentimiento contrario es posible, porque el hombre es libre, pero es antinatural y lleva a la destrucción.
Nuestra sociedad ha vaciado de sentido a la familia y ha construido un artesonado al que llama familia, pero que de ella no tiene más que el nombre. Como la máquina construida con piezas inadecuadas o defectuosas no sirve para nada, la familia sin sus elementos y relaciones intrínsecas no sirve para su función, que es cohesionar la comunidad y crear civilización.
Me sorprende la actitud de muchos jóvenes hacia sus padres, “sus viejos”. ¡Serán cretinos! Ni en acepción cariñosa puede aceptarse semejante falta de respeto.
Es políticamente correcto que en las películas y producciones televisivas, se prodiguen escenas de un padre y un hijo adolescente, en las que el padre atiende con la cabeza baja la reprimenda del hijo, reprimenda quizás porque le ha sorprendido en casa manoseando a una amiguita y le ha dicho que eso no está bien. Y el hijo, dignamente ofendido por semejante intromisión en su intimidad, recurriendo a su “experiencia” de vida y a su bagaje “cultural”, sermonea al padre sobre la libertad y los derechos del hombre, sobre todo sobre los suyos. La tortuga enseña a volar a la liebre.
Podríamos pensar, en un delirio, que el hijo tiene derecho a plantar cara a sus padres y a enmendarles la cartilla cuando le apetece. Pero entonces, ¿por qué vive de ellos? ¿No es una tremenda falta de dignidad por parte del hijo el aceptar la sopa boba? Sin duda, porque un hijo que falta al respeto a sus padres no tiene dignidad, es un canalla.
La soberbia suele acompañar a la falta de respeto de los hijos. Porque se creen más, mejores, que los que les han engendrado y les han conducido con sufrimientos hasta su madurez. Un hijo desapegado es como un extraño, quizás peor, pues la ingratitud suma en el paquete del desapego.
Nuestro sabio Taycon va más lejos. Su conocimiento de la vida le lleva a afirmar que el hijo ingrato sufrirá la ingratitud de sus hijos. Esto es doloroso en cada caso pero, ¿qué trascendencia social alcanza esa afirmación? Si semejante actitud se generaliza, lo que resulta es una sociedad formada por familias sin cohesión, con hijos sin valores, una sociedad desperdigada y enfrentada, una sociedad moribunda.
Ese es nuestro panorama. Hasta el punto que la falta de cohesión ha llegado a matar sistemáticamente a la propia progenie, lo que no ocurre ni en el mundo irracional. Una sociedad de padres artificiales, de aborto y de eutanasia lleva a la autodestrucción. La de todos, incluso la de esos aprendices de brujo que desde las logias mueven los hilos para que deje de existir la familia, la que ha creado el mundo del que disfrutan. Incluso a esos patéticos rasputines disfrazados de marujas, alcanzará el desprecio de sus propios hijos, para los que el Gran Maestre no será más que, pronunciado con mueca de hastío entre sus amigotes, “mi viejo”.
Publicado en aragonliberal.com, el martes 10 de marzo de 2009.