jueves, 2 de julio de 2009

Separación

No sé si voy a saber llevar a buen término lo que quiero expresar, pero no quiero dejarlo en un intento abortado antes de iniciarlo. Por eso pido al lector que sea paciente.

El asunto que quiero pasar de la meditación al papel, es el de la separación de los esposos, dejando a los hijos desorientados y faltos de un entorno que les es vital, que es el calor del hogar. Es cierto que se puede llegar a la misma situación por la muerte de uno de los cónyuges, pero no es menos cierto que esa fatalidad, aunque también afecta a los hijos, lo hace de otra manera y, aunque deja huella, la deja de otra manera, con menos herida.

En una situación normal, los hijos pequeños, quieren por igual a los dos padres. En su inocencia es donde mejor se plasma el sentido evangélico de la familia, aquel entorno en el que se es querido por uno mismo, no por su circunstancia. Por eso los hijos quieren a los padres, aunque estos sean feos, o pobres o, incluso malos. Para el niño, ese ser privilegiado, especialmente querido por Jesús, la familia es una roca y no le cabe en la cabeza que se pueda disgregar; ¿cómo no pueden estar juntos mi papá y mi mamá, si siempre lo han estado y me quieren? La separación de los esposos es algo incomprensible para el alma inocente del niño y su efecto, deja una dolorosa huella.

El esposo que decide la separación, ve las cosas de otro modo, y el egoísmo prevalece sobre el amor. Es el impuesto de la edad, cuando esa edad ha traído la pérdida de la inocencia, cuando se ha crecido por fuera y no por dentro. En la decisión de la separación no se piensa en los hijos, sino en uno mismo.

El esposo que es víctima de la separación, está en una situación análoga a la de los hijos. No entiende como una persona, a la que ama y por la que con más o menos generosidad ha dado todo - a veces un todo un poco miserable, pues esa es nuestra condición -, puede decidir abandonar la familia, que es el único rincón de paz al que puede aspirar el hombre que no se ha consagrado a Dios.

Creo que el dolor del esposo que sufre la separación, está en función de la niñez de su alma. Así como la “madurez” endurece los sentimientos, la juventud del alma la hace más vulnerable a ese dolor.

Y si esa es la situación, ¿cuál es el consuelo? No estoy seguro, pero lo que me dicta el corazón es que la intensidad del dolor por la familia rota, está en relación directa con la inocencia del alma. Por eso, el niño que sufre de una forma trágica la separación de sus padres y que con el tiempo va atenuando el dolor a medida que su alma se va endureciendo por la vida, se aleja de Dios. Pero cuando el niño se hace adulto y sigue sintiendo el dolor del alejamiento de sus padres, como si fuera una herida abierta y sin curar, entonces, es que ese adulto sigue siendo niño y está cerca de Dios. Sólo así tendrá el privilegio de compensar su inmenso dolor por el abandono de los hombres, por la inmensa alegría del acogimiento por Jesús.

Igual pasa con los esposos. Al margen del juicio de los hombres, frente al juicio de Dios, será el esposo que sufra como un niño por la separación, el que tendrá el privilegio de notar la mano de Jesús que le atrae, como al niño al que pide que dejen que se acerque.

Por eso ese dolor no es malo, porque como cualquier sufrimiento nos acerca a Dios. Pero en este caso, que te dejen que te acerques a Jesús porque estás indefenso, desorientado, como un niño, aunque seas un adulto cargado de miserias, no puede dejar de hacerte sentir querido por Quien tiene capacidad de querer por encima de cualquier sufrimiento.

Es bueno sufrir como un niño cuando se es adulto. Es signo del buen camino. De hecho creo que si algo nos salvará, es aquello que tengamos de niños. Y cuando un adulto sufre como un niño porque el núcleo de la familia se ha roto y, sobre todo, cuando sufre y ya no hay esperanza de recomponerlo en esta vida, cuando eso pasa, no cabe duda de que en lo tangible ya no hay familia, pero el lazo fundamental, el de verdad, es del alma, es tanto más fuerte cuanto más lejos estén los protagonistas. ¿Qué otro consuelo cabría esperar del Jesús que, sentado, espera con la mano tendida y la sonrisa en su rostro, que los niños se acerquen a Él?

Por eso, como el niño que hace pucheros cuando se asusta, pero enseguida sonríe, como solo un niño puede sonreír, cuando ve la cara de sus padres, así debemos reaccionar frente al dolor de vivir una separación; hacer pucheros por el susto, pero sonreír, como solo un niño puede sonreír, cuando vemos la dulce cara de nuestro Padre que nos mira, como solo un Padre puede mirar.