Hace un par de domingos (escribo esto el día 1 de julio), me encontré en la misa dominical a una persona a la que visito periódicamente en su página web.
Nada tiene eso de novedad. Muchos acuden al compromiso semanal con ese Principio, que ni conocemos ni entendemos, pero tenemos cierto que existe.
También muchos tienen página web o conocen a quien la tiene. La página web a la que me refiero no es común por lo rico de su contenido, todo de calidad e interesante para creyentes o no creyentes, mientras tengan dos dedos de frente. Pero es sólo una página web.
Entonces, ¿a que viene el que escriba sobre ese encuentro tan poco original?
Porque lo interesante del encuentro no fue él, sino ella. Ella es su esposa, a la que saludé a distancia devolviéndole su sonrisa y su inclinación de cabeza. A una señora nunca se le debe saludar si ella no inicia el saludo. Eso lo enseñaban en las escuelas, cuando el materialismo aún no había destrozado las buenas formas, esas que tan grata hacen la convivencia, y que son gratis para pobres y para ricos.
A lo que iba. La señora, una ejemplar madre de familia numerosa, está afectada de dolencias severas y dolorosas, desde hace tiempo. Lo sé por terceros, pues la protagonista no habla de sus males, ni se queja. Sólo sonríe dulcemente cuando saluda a un conocido, y charla distendida, aparentemente ajena a sus dolencias.
Ella es la que me mantiene el recuerdo del encuentro de hace dos domingos. Porque arto de miserias del mundo, de penas, de crisis, de banalidades,.. aquella sonrisa sana, en un cuerpo enfermo, es un ejemplo de que a pesar de todo, las raíces de la fe milenaria, siguen hoy frescas y jóvenes.