Hace muy poco, apenas unos días, ha fallecido un trabajador de la mies con el que inicié una conversación hace dieciocho años y estaba pendiente de continuarla.
Hay que hablar rápido, porque si no, se corre el
riesgo de que se te muera el interlocutor.
Podía haber sido al revés, pero ha sido al derecho,
aunque las probabilidades estaban más en mi contra.
O por lo menos igualadas.
El problema ahora, es que deberemos seguir la
conversación en la otra vida y no estoy muy seguro de que nos veamos, pues él
era bueno y yo lo soy menos.
O quizás no lo soy.
Aunque, como oía el otro día en la sacristía de
la Vendée a un cura docto, hay mucha propensión en el mundo católico, donde
se cree en el cielo y en el infierno, de asumir el papel de Dios y decir; este
seguro que va al cielo directo. O, este seguro que se condena.
Condenar o canonizar es solo potestad de la Iglesia en nombre del Juez Supremo, creo.
En este caso, tengo la impresión de que el finado
era una buena persona y desde luego deja un hueco que será muy difícil de
rellenar.
A lo que iba, la conversación inacabada.
Ahora que mi interlocutor ha muerto, me doy cuenta
de que tropiezo demasiadas veces con la misma piedra.
Dejé conversaciones inacabadas con mi padre y con mi abuelo.
Con mi abuelo tiene un pasar, pues era demasiado joven como para saber
qué preguntarle.
Pero con mi padre no tengo excusa.
Ni con mi hermana mayor.
Y voy camino de que me pase con más personas.
Hay que cuidar de las conversaciones y acabarlas
mientras haya tiempo, pues luego hay que recurrir a la teología y tres es
multitud.
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