Hace días que no inserto ningún escrito es este sitio. No es que lo tenga olvidado, ni que haya dejado de escribir. En absoluto. Cada día pienso en esta página, pienso en la oportunidad o no de ella, en “para qué”. Aunque viendo que hay quien la visita, no sé si con provecho, quizás no debería de plantearme el “para qué”, sino el “para quién”. No está olvidada.
Tampoco es por falta de material. He escrito varias cosas en la línea de las anteriores, aunque con menos ganas y al parecer sin demasiada convicción, pues no las he trasladado aquí.
Creo que el motivo de esta situación de silencio, o mejor, el responsable de esta situación, es la Cuaresma. Y también un cura.
Para quién lo desconozca, la Cuaresma es un intervalo de tiempo que ocupa los cuarenta días previos al martirio y muerte en la cruz de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.
El que un Dios infinito, por Su voluntad, decidiera hacerse hombre para dar a la humanidad el mensaje de amor como clave de la salvación, es un hecho importante para el cristiano.
Que ese Dios infinito, por Su voluntad, se dejase vejar y torturar y muriese de la forma considerada más ignominiosa en la época, es un hecho insólito, más, revolucionario, en la historia del pensamiento religioso de la humanidad.
La forma en que consideró la tradición cristiana que debía conmemorar tamaña expresión de generosidad, era preparar la fecha de los hechos con un período de penitencia y reflexión que ayudase a vivir los días trágicos en un estado de ánimo que permitiera comprender la trascendencia del acontecimiento. Sólo desde el profundo sentimiento de compartir místicamente el sufrimiento de Jesús se puede vivir la gozosa alegría de Su Resurrección, esencia del cristianismo.
La tradición de la Cuaresma se remonta a la época apostólica y son unos días de especial relevancia para la Iglesia católica, pues la renuncia a uno mismo – con su consecuencia implícita que es la entrega al prójimo - que requieren esas fechas, ha formado muchas almas en estos dos mil años de tradición ascética.
Luego entraré en detalles, pero ésta ha sido la primera causante de mi distanciamiento de esta página.
El cura es el otro motivo. Coincidiendo con el inicio de la Cuaresma recibí un escrito de un sacerdote apreciado en el que reflexionaba sobre esta etapa de mortificación y amor. Mi cura decía, entre otras cosas; “…Vivimos en un ambiente en el que el “marujeo social y político” es causa de pérdidas incalculables de tiempo en informaciones vanas, ligeras y superficiales. Muchos están perfectamente informados de lo que ocurre en el mundo, pero no tienen muy claro qué es lo que debería ocurrir en el mundo… Es mucho más importante la formación que la información y me temo que, aunque ambas son necesarias, la proporción de tiempo que dedicamos a la información es mucho mayor que la que dedicamos a nuestra formación, cuando lo suyo debería ser lo contrario…”
Con esos pensamientos en la cabeza, ¿cómo podía enfrascarme y trasladar a estas páginas, en semejantes fechas, escritos con contenido de “marujeo social y político”? Por ello decidí aparcar contenidos extemporáneos y centrarme en una reflexión más formativa. En principio no pensaba trasladar aquí esa reflexión, pero la “cabra tira al monte”.
Las cosas no siempre son sencillas y en mi caso – como imagino en el de muchos, probablemente en el de la mayoría – esta reflexión formativa es compleja, difusa y precisa de mucha disciplina de la mente para intentar llegar a algún lugar estable. Intento explicarme.
Quien haya tenido la paciencia de leer alguno de los escritos que aparecen es este sitio se habrá hecho a la idea que de su autor es un católico convencido, incluso un tanto “radical”. Si ha leído algo más que “alguno” de estos escritos, quizás esa idea habrá evolucionado hacia la duda de si el autor es ciertamente un católico “fetén” o bien un católico sui generis. Si el lector hubiera leído otros textos del que suscribe, probablemente la duda habría evolucionado hacia derroteros más confusos.
No es eso raro. Sino común. El autor de estas líneas es, como la mayoría de sus conciudadanos, una persona nacida en una nación católica, bautizado, educado en un seno familiar de sentimiento y valores católicos y educado en una escuela católica, no importaba tanto antes si pública o privada. ¿Qué ha de resultar de eso sino un católico, o por lo menos una persona de una estructura mental cristiana? La diferencia con otros conciudadanos es que el que suscribe asume esa historia, mientras que muchos, de buen o mal grado, de forma libre o coaccionada, dicen renegar de esas circunstancias.
Es decir, una buena parte del cristianismo es ley natural, exaltación del hombre generoso y tenaz. Eso lo entendemos todos. Otra parte del cristianismo es fe, inducida por la gracia, por el regalo, de Quien nos ha creado. Esa parte es más confusa para muchos de esos católicos en serie a que me refería. Porque la “gracia” no es un derecho que tengamos ni algo que nos ganemos, sino un regalo del Creador. Por razones complejas fuera del alcance de nuestra mente, al menos de la mía, San Pablo fue agraciado a pesar suyo. O San Agustín. Muchos santos poseyeron la gracia toda su vida ejemplar y muchos parias – la mayoría - parece que carecemos de ella a pesar de desearla. O no sabemos ver que la tenemos.
Pero lo que importa aquí es que son muchos los que tienen algo de católicos, aunque no ejerzan. Y ese patrimonio cultural y espiritual les da derecho a aprovechar algo tan beneficioso como son cuarenta días de especial dedicación a si mismos, a lo intangible de si mismos. A meditar sobre lo que uno es y hacia dónde va.
En condiciones normales este ejercicio es complejo porque estamos machacados por el medio ambiente social. Los gobiernos nos dan respuestas fáciles a cuestiones muy complejas, porque es más cómodo conducir un rebaño que gobernar a una ciudadanía. Pero si los más alejados se aferran a eso de cristianos que tienen, a esa impronta tan lejana y poco vivida que es el bautismo, si nos aferramos a ese carnet que nos abre las puertas para ser iguales al mejor de los cristianos, y capitalizamos la Cuaresma para cerrarnos un poco en nosotros mismos, habremos ganado mucho. Podemos utilizar el ambiente místico de la Cuaresma para ser libres por unos días en nuestra ajetreada vida. En estas fechas, millones de seres humanos buenos, en todo el planeta, están rezando por nosotros, no importa nuestra catadura. Busquemos momentos para olvidarnos del mundo y pensar en nuestra alma o lo que sea que nos hace distintos, y en la riqueza de hacer felices a los que nos rodean. Ejercitemos la limosna con el indigente que más nos incordie, con el que pensemos que “se lo va a gastar en vino”. Dejemos de ver un programa de televisión favorito, aunque sea por una vez. Veamos que se siente con la disciplina de no comer carne un viernes. Probemos a hacer esas pequeñas cosas que desde hace dos mil años hacen los cristianos y que tanto alaban. Ninguna de estas propuestas nos puede hacer daño.
Y todo esto, ¿para qué? Para – por lo menos en esos instantes de experiencia cristiana - tener conciencia de libertad y, si se me apura, como una expresión implícita de “Señor, no entiendo nada, pero te quiero”. Es una reflexión inofensiva, que puede darnos la eternidad.