Me dice una buena amiga, que está encinta, que le preocupa la educación de su futuro hijo. No sé si habré sido descortés, pero la he visto tan preocupada que me he descolgado diciéndole que entendía su preocupación, pues hacer de Dios genera mucha intranquilidad, por eso de la responsabilidad.
Lo he intentado arreglar explicándole que su hijo todavía no ha nacido. Que después de nacer deberán transcurrir unos años hasta que lo lleve al colegio y luego otros hasta que tenga uso de razón, y luego otros hasta que empiece a correr riesgos por las compañías. A todo esto, ¿es razonable preocuparse a tan largo plazo, cuando no sabemos si amaneceremos mañana?
Por descontado que ha de estar en nuestra cabeza el colegio que deseamos para nuestro hijo. Pero sea cual sea su destino escolar, no nos debe quedar duda de que será muy importante, la educación que hayan recibido hasta entonces y, sobre todo, el ejemplo que haya visto en casa. Pero aún eso no será determinante para su futuro. Un caso paradigmático es el del Beato José Olalla Valdés (1820-1889), del que leía el otro día una nota biográfica en la revista Ave María (núm. 748. Enero 2009); este ciudadano cubano, de encomiable y ejemplar vida religiosa y profesional, ¡fue abandonado por su madre al poco de nacer, en una institución benéfica!
No podemos blindar a nuestros hijos frente al mal. Ni a nosotros mismos. Sólo podemos formales - y formarnos -, sin lagunas y con confianza en las creencias, lo que implica huir de frases hechas y confiar en que salirnos del paso a una pregunta comprometida es una buena solución. Los niños no son tontos.
Hecho esto es haber hecho mucho. Luego, Dios dirá. Será bueno buscar un colegio religioso – no todos son adecuados - si queremos mayor tranquilidad de que recibirá una buena educación integral, y a rezar para que no se nos haga amigo del golfo simpático de la clase. Pero pensar que su futuro depende de nosotros, es mucho pensar. Los padres, obrando en recta conciencia, ya han hecho todo lo que tenían que hacer.