domingo, 22 de marzo de 2009

Pseudónimos y censura

En un diario digital, leo un artículo sobre Internet que expone, como originales, lugares comunes sobre la red.

Entre otros, critica el hecho de que muchas personas no aparecen en Internet con su verdadero nombre. Para el autor del escrito, eso hace a Internet peligroso.

La observación es, cuanto menos, discutible. Si el que lee es un adulto, con las ideas claras y exento del instinto de cotilleo pueblerino, ¿que más le da la identidad del que interviene en Internet? ¿o es que esa identidad le condiciona lo que pueda leer de ese autor? Y en cualquier caso, ¿qué garantías dan un nombre y un apellido, aunque sean reales, si la probabilidad de que conozca al autor es prácticamente cero?

Cuando la falta de identidad encubre el delito, nos encontramos con algo indeseable. Eso es de Perogrullo, pero hacer del anonimato un inconveniente de Internet, es orinar fuera del tiesto. Los que perjudican a Internet son los canallas, no el anonimato.

Desgraciadamente lo que ocurre es que muchos necesitan que alguien les diga a quién pueden leer. Esto les ocurre sobre todo a personas de mente rígida, que sin la referencia de lo que pueden leer se encuentran perdidas, porque su hábito es leer sin digerir, lo que hace a su conciencia muy vulnerable. Por eso, en muchas páginas de Internet, el editor cumple con la celosa obligación de la censura de aquellos textos que no están estrictamente sujetos a la línea de la publicación. Muchas veces se censura simplemente lo que no se entiende, “por si acaso”. En esas páginas los lectores afines pueden pacer tranquilamente, ahora bien, sin la opción de entender ni de aumentar su saber.

Hace quinientos años, mucho antes de Internet, ya advertía el filósofo sobre esta situación: “…si el barbero del lugar no quiere, nada valdrá el sermón más docto, ni será tenido por orador el mismo Tulio. A estos están esperando que hablen los demás, sin osar decir blanco ni negro hasta que éstos se declaran, y al punto gritan: “¡Gran hombre, gran sujeto!” Y dan en alabar a uno sin saber en qué ni por qué; celebran lo que menos entienden y vituperan lo que no conocen, sin más entender ni saber”.

Yo, aquí, escribo con pseudónimo. No porque quiera delinquir, ni porque me de miedo dar la cara. Escribo con pseudónimo por razones meditadas, entre ellas:

Escribo con pseudónimo porque no me hace falta confeccionar más curriculum. Lo que quiere decir que estoy empalagado de éxitos profesionales, de palmaditas en la espalda y de alardes de cinismo de personas dadas a la adulación. Me gusta la paz del anonimato. “…Son las puertas ya cerradas / de mi vida, / y la llave es ya perdida…”

Escribo con pseudónimo, no por miedo. Empecé “mi vida pública” a los dieciséis años, nadando contra corriente y desde entonces sigo en ello. Ya es hora de descansar. “…Y mientras miserablemente / se están los otros abrasando / en sed insacïable / del no durable mando, / tendido yo a la sombra esté cantando…”

Escribo con pseudónimo porque no importa quien habla, sino lo que dice. He oído tonterías mugidas por vacas sagradas mediáticas, y observaciones profundas de analfabetos recónditos. ¿Qué más da quién firme, si lo que escribe tiene sentido? “Mira – dice el Sabio -, aquí si dan en alabar a uno, si una vez cobra buena fama, aunque se eche después a dormir, él ha de ser un gran hombre;… Y por el contrario, a otros que estarán muy despiertos haciendo cosas grandes, dicen que duermen y que nada valen”.

Escribo con pseudónimo para cumplir con mi obligación moral de opinar desde mi modesta experiencia de la vida, en la certeza de que no importa un nombre, que para la casi totalidad de lectores potenciales nada diría, pues no tengo barbero que me diga “¡Gran hombre1”, ni quien me dé fama, que por otra parte ni quiero ni necesito.

En definitiva, el anonimato en Internet no solo no es necesariamente un riesgo, sino que puede ser una virtud, como los actos de caridad que se enriquecen con el secreto. En cualquier caso, lo que hace peligrosa a Internet no es la identidad del que escribe, sino la candidez – o estupidez, según la edad - del que lee.

Pd. Para desasosiego de muchos, omito intencionadamente a los autores de las citas. ¿Serán capaces de aprobarlas o desacreditarlas sin saber de quién proceden? Ahí esta la moraleja de estas líneas.