Escrito el día 8 de diciembre de 2008.
Hoy es la fiesta de la Inmaculada Concepción. Estoy en un ambiente familiar y festivo por esta celebración. No sé si seré capaz de abstraerme de la algarabía de niños y mayores para escribir sobre lo que meditaba esta mañana.
Nunca he entendido lo de la herencia del pecado original. Mi esquema de la justicia no entiende que un pecado cometido por un padre deba sufrirlo su hijo y menos aún toda su descendencia. Creo que es éste un sentimiento común a muchos cristianos, aunque es cierto que pocos tienen la honradez de expresarlo. Baso esta opinión en que cada vez que expongo mi pensamiento con intención de encontrar argumentos para reconducir mis dudas, alguien se empeña en repetirme, como única explicación, que somos hijos del pecado, como si yo fuera un extranjero que no entendiese el idioma. Y si insisto en que no lo entiendo, me repiten las mismas palabras pero en voz más alta, como cuando a un turista le queremos explicar en nuestro idioma cómo se llega al Corte Inglés.
Pero yo no me quiero engañar, como lo hacen otros, intentando explicarme lo que para mí es inexplicable o, en el mejor de los casos, ininteligible. No entiendo lo de la herencia del pecado original, pero lo creo, porque como ya he escrito en otros lugares de este blog, la Biblia va descubriendo su profundo sentido a medida que pasa el tiempo, de manera que es un libro siempre actual y sorprendente, muchas veces difícil o confuso en su interpretación. Por ese motivo es una postura acertada confiar en el milenario Magisterio de la Iglesia, basado en el criterio de personas inspiradas, buenas y con capacidad intelectual sobresaliente, que a lo largo de la historia han interpretado estos conceptos complejos del mensaje de Jesús, fundador de esa Iglesia. En consecuencia, creo en el pecado original y, sin entenderlo, creo que todos lo llevamos impreso cuando nacemos.
Y por la misma razón por la que no entiendo la herencia del pecado original, sí entiendo que la Madre de la Iglesia naciera sin pecado original. Por eso cuando hoy el sacerdote insistía en la homilía en ese hecho, pensaba para mí; “te entiendo bien, no has de insistir, pues no hay nada más razonable y de sentido común que la Madre de la divina gracia naciera sin pecado original”.
Desde ese principio evidente, no hay cauce más pacífico que el devenir de la historia de nuestra Madre purísima. Como nació sin pecado original, vivió sin las taras de ese pecado y en consecuencia la Madre castísima vivó en plena paz de espíritu desde su concepción, pues siguió estando en relación íntima con Dios; la Madre intacta nació y vivió en el paraíso terrenal y desde su asunción, vive en el mismo cielo.
Sin duda, la Madre incorrupta fue tentada, como lo fue su Hijo. No podría dejar de estrellarse la torpe soberbia de Satanás en el muro inamovible de la Madre inmaculada. Animado con el éxito en la imperfecta Eva, quería el Maligno rematar su proeza en la Madre amable, ignorando en su estupidez la diferencia de fondo entre la Eva del pecado y la Madre admirable del sin pecado.
En su momento, nada más razonable que nuestra amada Madre del buen consejo, fuera cubierta por el Espíritu Santo para engendrar a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. ¿Podría haber sido de otra forma? Sería un absurdo lógico cualquier otra fórmula.
La ausencia de pecado original implicó que la Madre del Creador pariera sin dolor, pues el dolor en el parto es una consecuencia del pecado original. Y si sin dolor vino Jesús al mundo, ninguna secuela dejaría en la Madre del Salvador, que continuó virgen y continuará hasta el incomprensible infinito.
La Virgen prudentísima es el ejemplo de lo que habría sido la humanidad sin pecado original. Pero no fue así. No me resigno.
Y como no me resigno, rumio cómo puedo participar de la Gracia de la Virgen digna de veneración, para lo que encuentro buenos argumentos. El primero y más evidente es que si Jesús, en la cruz, me dio la opción de hacerla mi madre, le tomo la palabra; quiero que la Virgen digna de alabanza sea mi madre, con las obligaciones que una madre tiene para con sus hijos, por ingratos y desapegados que sean. Además, si la Virgen poderosa es la madre de Dios y nosotros fuimos creados por Dios a su imagen y semejanza, reivindico de la Virgen clemente su maternidad de mi parte divina y de paso, abusando de aquella clemencia, de la parte humana, íntimamente ligada al espíritu.