Leo en un periódico digital, la transcripción confusa de unas declaraciones del conocido científico británico Stephen Hawking. Según el periódico, el científico afirmó en Santiago de Compostela, que las leyes de la ciencia que explican el funcionamiento del Universo "no dejan mucho espacio para milagros o para Dios". Más adelante, nos dice el periódico que Hawking “se declaró admirador de Galileo y Einstein”. Nos dice también el periódico que Hawking “expresó su confianza en que los progresos científicos permitan "proveer pronto una respuesta definitiva de cómo empezó el Universo". No hay que ser Hawking para estar seguros de esto último
Me sorprende que un científico ateo – como pretende la noticia inducir de Hawking - sea admirador de dos eminentes científicos que creyeron en la existencia de un Ser superior. No es este un asunto menor en el contexto en que se mueven los tres protagonistas. Es algo así – guardando las distancias - como si leyéramos que un ministro socialista se declarase católico; o el ministro no era socialista, o el ministro sí era socialista pero no sabía lo que es ser católico o el tal ministro era un demagogo de cuidado.
Apliquémonos el cuento. El eminente Hawking debe sentir algo por la trascendencia para sentir admiración hacia aquellos precursores. Y alguna incertidumbre tendrá cuando deja "algo de espacio" para Dios y los milagros, aunque sea poco el espacio que según Hawking les quede. De hecho, no conozco a ningún científico en sus cabales que, al menos, no tenga la honradez de reconocer su duda al respecto.
Pero aún suponiendo el escepticismo real de Hawking hacia la existencia de Dios, estaríamos en el segundo supuesto que hice al hablar del contrasentido de un “ministro socialista católico”; el supuesto de que el ministro sí fuera socialista pero no tuviese idea de lo que es ser católico lo que, trasladado a nuestro caso, sería que Hawking si es un buen científico, pero no tiene idea de lo que es Dios.
Porque Dios y sus milagros no necesitan un “espacio” en la ciencia. Dios trasciende la ciencia, la preside, la inunda, la inspira. Por descontado que el hombre puede llegar a tener una respuesta a cómo empezó el universo, una respuesta definitiva si hablamos en términos científicos. Y además avanzo a Hawking, desde mi miseria, nuevos descubrimientos de la ciencia en los próximos siglos: Cuando el hombre tenga la respuesta al nacimiento del universo, le nacerán otras incógnitas mayores en relación a esa respuesta, incógnitas que también resolverá. Y así discurrirá la historia del hombre, de éxito científico en éxito científico, hasta el fin de los días… momento en el que encontrará a Dios, motor y razón última de todo ese devenir. Ese Dios que no ha necesitado espacio alguno en esa historia porque ha estado siempre presente en ella, en una forma que entonces conoceremos.
"…será muy difícil evitar un desastre en el planeta Tierra en los próximos cien años, no ya en los próximos mil o millón de años", nos dice Hawking. Quizás tenga razón. El gran valor añadido que Dios entregó al hombre sobre los irracionales y que tantos invierten en el avance de la ciencia, va unido a la absoluta libertad que aquel valor añadido lleva implícito, libertad que no puede impedir que otros hombres inviertan en técnicas criminales lo aprenden gracias a la ciencia. La ciencia médica que hicieron progresar hombres buenos para curar, otros la utilizan en el crimen del aborto y para experimentar contra la vida; la energía nuclear que hombres buenos descubrieron para el bien, otros la utilizan en la guerra para matar…
El eminente Hawking, llevando su mente a espacios menos técnicos y más trascendentes, debería pensar que igual que Dios inspira la ciencia, alguien debe haber que inspire esas técnicas que, utilizando los conocimientos que generosamente les ofrece la ciencia, se revuelven contra el propio hombre para destruirlo.
No sé si las neuronas del eminente científico Hawking patinan o si – con más probabilidad - la prensa no atina a interpretar el mensaje del astrofísico. Pero en cualquier caso, poca zozobra nos podría causar a los creyentes el triste e inconsistente argumento de que Dios no existe, basándonos en lo listos que somos.