Últimamente me he sorprendido escribiendo demasiado sobre política. Sin duda me había dejado llevar. Ya me he corregido.
Me alertó de esta situación una voz interior. Algo estaba cambiando dentro y era un cambio para mal. He observado que esto le ocurre a más de una persona con la que me relaciono. Me explico.
Procuro no ser persona apocada, porque la tibieza es un mal que hay que evitar (“…ni eres frío ni caliente; ¡ojalá fueras frío o caliente!…” Ap 3, 15). Como refería en otra ocasión (“El concepto de la vida humana y II. Vida desde el principio”, 01.05.2008), tengo también muy claro lo que es un montón de granos de arena. Pero a veces los acontecimientos nos pueden alejar, sin percatarnos, de nuestro verdadero objetivo. La política y sus miserias pueden ser uno de esos motivos de distracción.
El enfrentamiento al crimen legal de personas no nacidas, el escándalo a los niños en su etapa escolar por parte de los poderes públicos, el abuso de los más débiles, la corrupción de los poderosos que descompone la sociedad,… nos pueden llevar a despertar nuestro desprecio e incluso nuestro odio hacia los responsables de esos desafueros, relegando la caridad a un espacio cada vez más reducido de nuestra alma. La mala política actúa como veneno para nuestra fe.
Los pastores de la Iglesia animan a participar en la vida social y política. Eso es bueno y necesario porque los católicos deben intentar imprimir en la sociedad el modo de vida cristiano, que es el único que la puede orientar para bien de todos. Pero los medios a utilizar no deben oscurecer el fin, que es alcanzar el cielo siguiendo las enseñanzas de Jesús, enseñanzas que se resumen en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, sin excepciones, como a uno mismo.
Es humanamente difícil conseguir el equilibrio entre la lucha enconada contra los escándalos de los poderosos y al tiempo amar a esos poderosos como seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios. Y también es muy difícil no juzgarlos, asumiendo un papel que no nos corresponde y que nos está expresamente vetado por nuestro Señor.
No sé cómo concluir esta tesitura, pues es parte de mi debate interior. Creo que hay que vivir la lucha social y política sin menoscabar nuestra fe. Un católico puede encontrar la inspiración y las fuerzas necesarias en la oración, en los Sacramentos y en la relación con personas formadas con las que compartir inquietudes y dudas, pues la formación en la doctrina es algo que echo mucho en falta en los católicos de a pie. Sea como fuere, nuestra obligada militancia en la vida cotidiana no puede alejarnos de la verdad con la que el Sumo Pontífice Benedicto XVI iniciaba su carta encíclica “Deus caritas est”: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).