Síntoma: “Fenómeno revelador de una enfermedad”. Diccionario de la Lengua Española.
En esta sección comentaré hechos o actitudes cotidianas a las que no les damos importancia, pero de las que se pueden sacar conclusiones morales interesantes. Estas actitudes son una buena base desde la que examinar nuestra escala de valores y el listón de hasta dónde nos la han atrofiado con la técnica de la gota de agua, que día a día, de forma imperceptible, socava nuestra voluntad.
Hace unas semanas, en el comentario “Justicia equitativa” (viernes, 4 de abril de 2008), me quejaba de la grúa municipal, si, de esa tontería. Un lector superficial pensaría que era una rabieta por una experiencia personal. En absoluto. Ni lo de la grúa es una tontería. Esa institución municipal es el síntoma de una enfermedad moral.
En relación a aquel escrito, alguien me preguntó “si no se ponen multas, ¿qué alternativa le queda a la Administración para sancionar las infracciones?”.
La Administración no es una entelequia, ni tiene autonomía propia, ni vida autónoma. No es ni buena ni mala, es una herramienta del poder político y como tal refleja la bondad o maldad del poder que la maneja. Un poder como el que dirige hoy España, cargado de corrupción y valores de muerte y abuso, se refleja en la gestión cotidiana con actos corruptos, crueles y represivos. Cualquier acción de la administración tendrá diversas materializaciones, según sea la mente de quien genere esa acción.
Las sanciones económicas en infracciones leves son injustas en su base, pues suponen una mayor pena al pobre que al rico. Si son desmesuradas, como el caso que comentaba, son más injustas todavía. Para un “mileurista” que paga un alquiler mensual de 600 euros y mal mantiene un coche de segunda mano, una sanción de 150 euros por una infracción leve es una dura carga que le pesará durante varios meses. La misma infracción, para una renta de 4.000 euros al mes, es un pellizco en esa economía que no le supondrá mayor quebradero de cabeza. Es decir cometer la misma infracción supone dos penas, una grave para el pobre, otra leve para el rico. Está claro que las infracciones leves deben ser baratas. Por eso son leves. Cuando lo precisen, pueden compensar los costes generados, a precios de mercado.
Las infracciones graves precisan sanciones económicas cuando suponen un daño a terceros a los que en justicia hay que indemnizar. Para eso están los seguros. Pero en general, traducir en dinero la infracción es injusto por los mismos motivos que vimos antes. Indemnizados los daños que se pueden peritar, el castigo debe estar en servicios para la comunidad o en retirada del carnet de conducir. Así como el dinero que entra en las arcas de un ayuntamiento se pierde en subvencionar a amigos y en comprar caro lo barato, sin ningún otro provecho, el trabajo social beneficia al ciudadano y no a los amigos del poder, además de igualar a los infractores, al margen de su riqueza. La retirada del carnet es igual para todos, salvo que alguien pueda disponer de chofer, pero eso no es lo normal.
Esas son las respuestas que doy a mi interlocutor. La moraleja del escrito “Justicia equitativa” que citaba, es doble. Por un lado, que el dinero beneficia al poder, el trabajo a la sociedad. Por otro, que de un gobierno malo no puede esperarse una administración buena.
Este gobernar por el miedo y la coacción indiscriminada y sin más objeto que la recaudación, se refleja también en la política de radares y fotografías de situaciones de presunta infracción. Una fotografía refleja un momento, aislándolo de las circunstancias – agravantes, atenuantes o incluso eximentes – que rodean ese momento. Pongo un ejemplo real del que fui testigo: Un ciudadano para su coche en un carril bus, único espacio viable, para ayudar a bajar del vehículo a un disminuido físico, y lo acompaña a un banco (para sentarse) a dos metros de distancia. Inmediatamente sube a su vehículo y se marcha, imagino que para aparcarlo de forma adecuada. Es esos escasos dos minutos, pasa un vehículo equipado con cámara fotográfica y “retrata” el vehículo parado. La sanción es la misma que si hubiera bajado a la tienda de al lado a comprarse unas bambas y hubiera organizado un atasco. Medite el lector del espíritu que anima a quien redacta esa ordenanza y al alcalde que la firma.
A una administración injusta no le preocupan las consecuencias de sus actos, sino solo el beneficio económico que le reportan. Para esa administración el ciudadano es un mero instrumento, con su voto condicionado y con el rendimiento de su trabajo que le exprime por la imposición directa, la indirecta y, cada día más, por sanciones inicuas que suponen una sangría en las economías domésticas. Para un ayuntamiento como el de Barcelona, los ingresos por la grúa le permiten la liquidez para el pago de la nómina, de ahí que la segunda quincena de cada mes se intensifique la acción de guardias y sucedáneos. Me dirán ¿y el presupuesto? El presupuesto es la olla de la que se alimenta la corrupción municipal y no está para esas tonterías de las nóminas.
El político que no se percate de esto y que sólo parlotee de los “grandes problemas de estado”, es un charlatán al que los árboles no le dejan ver el bosque. O simplemente y en la mayoría de los casos, un embustero.