Cuando veo actuar a la policía con violencia contra la ciudadanía, me planteo las motivaciones de las personas que se prestan a ese empleo y lo correcto de su acción.
A raíz de un artículo sobre la huelga de transportes que con mayor o menor intensidad estamos sufriendo estas fechas (“Huelgas y sociedad”, viernes 13 de junio de 2008), una persona próxima me recriminó lo que entendió como un alegato contra la policía a la que, me decía, trataba implícitamente de violenta y agresiva. No es así, o sí lo es, pero con matices.
No cabe duda de que la policía es de una pasta especial, y cuando uno toma esa profesión, con el tiempo se acaba haciendo de esa pasta. Su acción se desarrolla en el fino borde entre la moralidad y la inmoralidad. Esto es así porque lo que la distingue de otras actividades es el uso de la violencia, uso legitimado por delegación de la sociedad a la que sirve.
La cuestión es ya de por sí muy discutible. Puede delegar quien tiene el derecho de la acción que delega pero ¿tenemos los ciudadanos el derecho de ejercer la violencia? Unos creerán que sí, otros que no. Todos tenemos posibilidad de ser violentos con nuestros semejantes, pero para los cristianos ejercer la violencia hacia el prójimo puede ser inmoral incluso en defensa propia. Hoy, sin ser cristianos, muchos dicen estar en contra de la violencia y se niegan, dicen, el derecho a ejercerla. Siendo así, unos y otros, mal pueden delegar aquello a lo que creen no tener derecho.
Pero supongamos que todos estuviéramos de acuerdo en que la violencia puede llegar a ser necesaria y que se justifica cuando el fin es bueno. Es un mal acuerdo, pues justificar los medios por el fin es tremendamente inmoral, pero haremos vista gorda. Quizás aquí podríamos recurrir a la tan socorrida y frecuentemente mal empleada cita bíblica de que hay que dar al césar lo que es del césar…
Bien, ya hemos pisoteado la moral, nos hemos vendado los ojos y amordazado la boca y hemos acordado que podemos delegar el ejercicio de la violencia, para defender los fines justos de la convivencia social y de la seguridad. Y la podemos delegar a unas personas especiales que llamamos policías y que dependen del gobierno previamente elegido democráticamente por nosotros mismos.
Los policías son personas que de forma voluntaria se apuntan a eso de ejercer la violencia “con fines buenos”. Ya vemos que hay que ser una persona especial. Porque esa violencia no la va a ejercer contra el vecino que le perjudica, o el fulano que se mete con su mujer en la calle,… lo que tendría una justificación humana, pobre, pero justificación. No, esa violencia que recibe delegada la va a ejercer contra delincuentes, ¡bien!, y contra ciudadanos a los que no conoce, que no le han hecho nada a él; “dice el sargento que disolváis aquel grupo de manifestantes”. Una orden y para allá vamos. “Vd., disuélvase”. “¡No quiero!”. “¡Catacroc!”, disuelto… Hay que ser de una pasta especial.
Hasta aquí, podemos seguir mirando a otra parte. El policía se cree que aquellos ciudadanos que se manifiestan no lo deben hacer. Alguien le ha dicho que su reivindicación no es legal y aunque no actúen con violencia, se deben disolver. El policía cree que la orden que recibe es legítima, que no es engañado ni actúa para intereses ajenos a los comunitarios. Pero, ¿qué pasa cuando las órdenes vienen de un gobierno que actúa de forma ilegítima? ¿Qué ocurre cuando las órdenes son evidentemente injustas porque provienen de un sistema judicial obviamente corrupto?
¿Qué es un gobierno ilegítimo? ¿el que procede de un golpe de estado? No necesariamente. Cualquier gobierno, de antes o de ahora, es legítimo si gobierna de acuerdo con la ley natural (no puede ser legítimo un poder consensuado que legisle, por ejemplo, a favor de la esclavitud). Hoy, en las democracias, los gobiernos se eligen por sus programas electorales y una vez en el poder se han de ceñir a él. Si se salen de los fines marcados en sus programas, están actuando ilegítimamente. La democracia no es un cheque en blanco. Si un gobierno se encuentra con situaciones inesperadas, las ha de resolver de acuerdo con el espíritu de su programa electoral y si esas situaciones inesperadas son muy importantes, debe consultar a sus electores. Y, desde luego, lo que no es de recibo es que esas situaciones extraordinarias no se las encuentre, sino que las origine aprovechando su situación de poder.
La policía que actúa para un gobierno legítimo, es una policía constitucional que cumple con su labor. La policía que actúa como instrumento de un gobierno ilegítimo, o para los intereses de ese gobierno omitiendo los intereses de la ciudadanía, es una policía mercenaria que no se merece más que el desprecio.
Y aquí hemos llegado a la débil línea que separa la acción buena, de la mala acción policial; la naturaleza del gobierno al que sirve.
La situación actual de España es muy delicada y eso afecta a la acción de la policía y en general a la de las fuerzas armadas. Yo no llamaría “legítimo” al poder establecido ni a sus actuaciones políticas. La justicia es lenta, es decir, inoperante. Muchos hombres y mujeres que viven en España son tratados como indignos por el hecho de ser extranjeros. El crimen se enseñorea de la vida cotidiana y la cultura se aleja de la juventud. La corrupción se extiende cada día más. Se crean leyes para alejar a los hombres de su conciencia… Ese es nuestro gobierno. ¿Qué podemos decir de la policía que sirve a sus órdenes? Que como cuerpo es una policía mercenaria que merece nuestro desprecio. Que como individuos, son unos pobres hombres que por sus circunstancias se ven avocados a tan lastimoso papel.
¿Es ese el triste destino del soldado? Creo que no. Estando convencido de lo que he escrito, no puedo olvidar que hoy, más de dos mil años después de la Resurrección del Maestro, en todo el planeta, cada día, se reza antes de repartir el Pan en la Santa Misa: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Son estas palabras como las que pronunció un centurión, un soldado, un “policía” romano en la Palestina judía, palabras que asombraron a Jesús, que admiraron al mismo Dios; el soldado le pide a Jesús que cure a su criado enfermo. Jesús le dice “…Yo iré, y le curaré” (Mt 8,7). Pero el soldado le dice “…Señor, no soy yo digno de que tú entres en mi casa; pero mándalo con tu palabra, y quedará curado mi criado…” (Mt 8, 8) “…Al oír esto Jesús… dijo a los que le seguían: En verdad os digo que ni aún en medio de Israel he hallado fe tan grande…” (Mt 8 10). Jesús no le recriminó su oficio, y premió su fe “…Vete, y sucédate conforme has creído. Y en aquella misma hora quedó sano el criado…” (Mt 8,13).
Sin duda, discriminar la bondad de esa profesión y decidir lo que es un buen o un mal policía, es algo más sutil de lo que nos parece, entre otras cosas porque pesa en su conciencia una mayor responsabilidad en el hacer, que en una persona con otro oficio. Influye también y condiciona el juicio sobre la policía, nuestra legitimidad a ejercer la violencia en determinadas circunstancias (aunque como principio la he negado de forma absoluta), y por tanto a delegarla. Es este último un aspecto muy importante y sobre él, quizás me atreva a escribir otro día.